El 6 de abril de 1994, el avión privado en el que viajaban el presidente ruandés, Juvenal Habyarimana, y su homólogo burundés, Cyprien Ntaryamira -un jet Falcon 50 regalo del primer ministro francés, Jacques Chirac- fue derribado por un misil mientras aterrizaba en el aeropuerto de Kigali, capital de Ruanda.
Junto a los dos presidentes, de etnia hutu, también murieron el jefe del ejército ruandés y los 12 pasajeros. Un tiempo antes, Habyarimana había pedido ayuda al entonces presidente de Francia, François Mitterrand, para hacer frente a la ofensiva tutsi del Frente Patriótico Ruandés (FPR), que atacaba desde Uganda, encabezado por Paul Kagame, actual presidente de Ruanda.
Una ofensiva construida y financiada por los Estados Unidos y sus aliados anglosajones (principalmente Gran Bretaña e Israel), para eliminar de África Central la influencia de Europa, empezando por su socio (Bélgica) y por Francia.
Francia fue el gran aliado de Habyarimana, hijo de una rica familia hutu, que llegó al poder con un golpe de Estado en 1973. París lo consideraba un baluarte contra los objetivos expansionistas de Estados Unidos en la región.
Para esto apoyó al gobierno hutu contra la “conspiración anglófona” que, desde Uganda, pretendía crear una “tierra tutsi” de habla inglesa que reduciría su influencia.
Por ello, desde 1990 intervino para frenar el avance de los tutsis y trabajó para sus intereses, también armando y entrenando al ejército ruandés. Los Acuerdos de Arusha, firmados en 1993 entre el FPR y Habyarimana, bajo los auspicios de las Naciones Unidas, no detuvieron ni los planes imperialistas ni la escalada de violencia para realizarlos. El derribo del avión, atribuido al FPR, provocó 100 días de infierno.
Hasta el 19 de julio, cuando el Frente Patriótico Ruandés, liderado por Paul Kagame, tomó el poder, alrededor de un millón de personas fueron masacradas: un genocidio durante el cual el mundo permaneció al margen y observó. La proporción de la masacre se puede estimar considerando que Ruanda es un pequeño estado de África central, una zona de unos veintiséis mil kilómetros cuadrados.
En aquella época estaba habitada por alrededor de 7,5 millones de personas, pertenecientes a tres grupos étnicos: los twa (alrededor del 1% de la población), de origen pigmoide, los hutus (entre el 85 y el 90%), provenientes de los bantúes, y los Tutsi o Watussi (menos del 14%), de linaje nilótico.
Un pañuelo de tierra sin embargo ubicado en la región de los Grandes Lagos, un territorio enormemente rico en recursos del que forma parte la actual República Democrática del Congo (RDC), que es uno de los países africanos más grandes y poblados. El Congo es rico en agua, con ríos en su mayoría navegables y grandes lagos, y tiene inmensos depósitos de oro, diamantes, estaño, cobre y cobalto. En su subsuelo también se encuentra el 80% de las reservas mundiales de coltán, que se utilizan para fabricar baterías de teléfonos móviles y ordenadores.
Sin embargo, como ocurre en los países colonizados y sometidos al modelo capitalista, tiene el Pib más bajo del mundo y su población vive en condiciones infernales, bajo una guerra permanente. Una guerra depredadora que, sumando todas las masacres, en las últimas tres décadas podría alcanzar a más de 10 millones de muertos, especialmente en las provincias mineras: Kivu Norte (capital Goma), y Kivu Sur (capital Bukavu), en la frontera con Ruanda y Uganda.
Desde la independencia formal, lograda en 1960, las potencias occidentales habían dejado claro que nunca renunciarían a los recursos naturales de la antigua colonia belga. Cabe recordar que, para silenciar las posiciones antiimperialistas del gran Patrice Lumumba, y evitar que lleve al país a la órbita soviética, el líder anticolonialista y Primer Ministro de la República Democrática del Congo, será asesinado en 1961 por mercenarios katangueses y belgas. La CIA había organizado una secesión de Katanga, la provincia sureña de donde procedía el uranio de las bombas de Hiroshima y Nagasaki.
Y surgió el general Mobutu, un déspota que gobernaría el país hasta los años 90, cambiando su nombre por el de Zaire. Una vez que termine la Guerra Fría y se haya evitado el peligro de la infiltración soviética, las potencias occidentales intentarán hacer ingobernable la RDC para seguir apropiándose de sus riquezas. El principal referente de esta estrategia fue Paul Kagame. Ruanda es un pañuelo de tierra, pero su ejército es el más poderoso de la región gracias a la ayuda occidental.
Un ejército que, ya en 1996, apoyado por Uganda y Burundi, invadió Kivu y masacró a la población civil con el pretexto de capturar a los autores hutus del genocidio que se habían refugiado al otro lado de la frontera. En lugar de Mobutu, las élites occidentales dominantes, mediante sus gerentes, impusieron a Laurent Kabila a la presidencia. Dos años más tarde estalló la llamada Guerra Mundial Africana: participaron 8 estados y 25 grupos armados. La injerencia de Ruanda, que fomenta una rebelión tutsi en el este de la Rdc en la base de su reclamo sobre Kivu como parte de una “Ruanda histórica”, recuerda el artificio sionista en Palestina.
Para entender cuanto la guerra permanente sea un elemento estructural de las políticas imperialistas en la región, cabe recordar que, en 2004, al año siguiente los acuerdos que llevaron al retiro de los ejércitos invasores de la República Democrática del Congo, se registraron casi tres millones de muertos.
Estados Unidos ha sido el principal financiador de la misión Monusco en Kivu del Norte (cuyos comandantes siempre han sido norteamericanos o británicos) y que ahora están desmantelando, dejando a Ruanda la tarea de seguir desestabilizando la región.
Lo que se describió como la consecuencia incontrolada del odio interétnico (y por tanto de la incapacidad de los pueblos africanos para gobernarse a sí mismos), fue más bien principalmente un legado de la dominación colonial y de las diferencias de clase. Un plan ingeniosamente alimentado en el contexto del choque entre potencias para el robo del continente tras la caída del Muro de Berlín.
La interpretación del genocidio de Ruanda sigue siendo todavía en disputa. Una versión prevalente, enfatiza el papel de Francia. Aunque la alarma sobre el genocidio inminente, preparada por las incitaciones al odio racial lanzadas por la Radio de las Miles Colinas, ya había llegado a las instituciones internacionales, nada de esto aparentemente llegó al escritorio del entonces presidente socialista François Mitterrand.
Francia es una de la potencia que mantuvo una fuerte influencia en el continente africano incluso después de la caída de la URSS. Había firmado más de 60 acuerdos de cooperación militar que involucraban a 24 naciones desde 1959. Ocho de estos acuerdos obligaban a París a intervenir si detectaba una amenaza.
Un poder que Francia, entre 1959 y 1996, utilizó 28 veces: 14 para defender a los gobiernos en ejercicio de “amenazas internas”, 7 por “agresiones externas” y 7 por “razones humanitarias”, como la Operación Turquesa, o en el marco de la operaciones multilaterales.
Por lo contrario, otros estudios antimperialistas proponen la tesis de que acusar a Francia y atribuir responsabilidad exclusiva y genérica a “los hutu” por haber preparado el genocidio sirvió para desviar la atención de la verdadera naturaleza de toda la operación: sembrar el caos en la región para controlar las materias primas estratégicas del Congo principalmente y de todo el continente; debilitar absoluta y definitivamente el gran Congo y balcanizarlo, para explotar sus riquezas desde dentro y fuera de sus propias fronteras, con el aporte de todos los aliados.
Por esto – afirma, por ejemplo, la periodista española Rosa Moro, en su libro de investigación “El genocidio que no cesa” – los estrategas del “caos controlado” construyeron una sofisticada narrativa para esconder las verdaderas responsabilidades, los actores y los objetivos.
Como han señalado varios historiadores africanos (Ki-Zerbo, M’Bokolo, Kagabo…), y como se desprende de los testimonios de los primeros exploradores europeos, en el seno de sociedades feudales dotadas de estructuras incluso sofisticadas convivían poblaciones pertenecientes a diferencias étnicas, compartiendo costumbres y religiones.
Como han analizado los estudios de Michela Fusaschi en Italia (también retomados por Alberto Sciortino), la sociedad ruandesa de la llamada era de los reinos (entre los siglos XV y XVI) mostraba una compleja escala jerárquica de poder.
En la cima había un mwami, que reinaba a través de familias vasallas tutsis a las que distribuía la tierra. Los líderes agrarios y ganaderos existentes en cada provincia eran tanto hutus como tutsis. El rey, propietario de todo el ganado y de todas las tierras, era también el garante de la unidad del pueblo, mientras que un colegio de abiiru, compuesto a su vez por hutus y tutsis, garantizaba la transmisión de las funciones reales.
En el vecino Burundi, otro escenario del genocidio de hace treinta años, no hubo conflicto entre pastores y agricultores por el uso de la tierra, los matrimonios mixtos entre hutus y tutsis estaban generalizados y los propios tutsis estaban divididos internamente en dos clases sociales.
Después de la Conferencia de Berlín, convocada en 1885 para resolver fuertes rivalidades entre potencias coloniales por el control de los recursos, los reinos de Ruanda y Urundi (como se llamaba entonces al actual Burundi) quedaron dominados por el colonialismo alemán.
Los diferentes niveles de aceptación o resistencia a los regímenes coloniales también tendrán su influencia en el futuro cuando, durante la Primera Guerra Mundial, con un mandato de la entonces Liga de las Naciones, Ruanda y Urundi fueron entregados a Bélgica en 1919.
Las potencias coloniales, especialmente el Imperio Británico, utilizaron un sistema administrativo de gobierno indirecto para dominar a los pueblos subyugados a través de sus instituciones. A diferencia de los alemanes, que esencialmente habían dejado sin cambios tanto el poder tradicional como la jerarquía social ruandesa a cambio de la aceptación de su Protectorado, los belgas aplicaron la regla indirecta a su manera: sin delegar completamente ni siquiera una parte del gobierno local a los jefes tradicionales, se reservaron el derecho de ratificar cada decisión.
Cabe recordar que, en 1885, el rey Leopoldo II de Bélgica logró tomar posesión del Congo, un inmenso territorio 76 veces el tamaño de Bélgica, convirtiéndose en protagonista del genocidio de aproximadamente 10 millones de personas a lo largo de veinte años.
Un exterminio hábilmente disfrazado bajo el barniz de la investigación científica, el progreso y la filantropía, y la lucha contra los traficantes de esclavos árabes.
Diez años después de la muerte de Leopoldo II, con el mandato fiduciario recibido de la Sociedad de Naciones, Bélgica se encontró administrando tanto el entonces Congo belga como los dos pequeños reinos de Ruanda y Urundi, unificados bajo el mando de un gobernador general y de un Consejo General con sede en Bujumbura, actual capital de Burundi.
Fue la administración colonial belga la que dio una connotación étnica a las diferencias de clase entre tutsis y hutus. Y siempre fue el colonialismo el que utilizó esas desigualdades con fines políticos, tanto en la fase de independencia como en la posterior.
A partir de 1928, la superioridad del grupo tutsi fue impuesta e institucionalizada, también a través de las enseñanzas en las escuelas de “élite” dirigidas por misioneros, destinadas a convertir a esas élites para “convertir a toda Ruanda”. Los agricultores hutus fueron sometidos a trabajos forzados.
Los archivos de esa época recogen algunas declaraciones del obispo francés Léon Classe, quien, en 1930, expresó el temor de que, si el gobierno belga eliminaba “la casta tutsi”, esto llevaría al país “hacia la anarquía y el comunismo odiosamente antieuropeo”.
A finales de la década de 1920, la afiliación étnica apareció en los documentos de identidad. Cuando la apariencia física no permitía una distinción clara, se decidió que quien poseía más de diez vacas era clasificado como tutsi, y quien tenía menos era hutu.
En la mezcla de opresión de clase y opresión colonial, la crisis económica mundial, que comenzó en 1929, también exacerbó las contradicciones en Ruanda y Burundi. Para evitar que las aspiraciones de independencia encendieran también a las elites tutsis más educadas, las autoridades coloniales pisaron el pedal de las diferencias étnicas cambiando los peones. Y apoyaron a los hutus en la explosión social de 1959, que condujo a la independencia en 1962.
La primera revuelta de los campesinos hutus, en 1959, encontró su base en un “manifiesto”, redactado por un grupo de intelectuales próximos a la Iglesia católica, que también se dedicaba a un cambio “político”.
Un texto que constituirá luego, con actualizaciones posteriores, un punto de partida para las políticas de represión contra los tutsis. En ese clima, los hutus formaron el Mouvement Démocratique Républicain, el Parti pour l’émancipation du Peuple Hutu y la Association pour la Promotion de la Masse, que tenía como principal objetivo el de liberarse de la opresión interna.
Los tutsis fundaron la Unión Nacional de Ruanda (que apoyaba a la monarquía, pero se definía a sí misma como “de orientación marxista”) y el Rassemblement Démocratique du Ruanda, cuya prioridad era la lucha de liberación anticolonial.
En el contexto del mundo dividido en dos bloques, una gran parte de la humanidad se organizaba detrás de las banderas del comunismo y alimentaba las esperanzas de la revolución bolchevique de 1917. Entre el 13 de marzo y el 7 de mayo de 1954, el ejército popular vietnamita, dirigido por el legendario general Vo Nguyen Giap, había derrotado a las fuerzas coloniales francesas en la batalla de Ðiện Biên Phủ.
Una victoria que supuso el fin del dominio francés en Indochina y pesó sobre los acuerdos de paz firmados durante la conferencia de Ginebra del 21 de julio de 1954. Una victoria de importancia histórica, que simbolizó la derrota irreversible del colonialismo occidental en el llamado Tercer Mundo. Y en ese año también comenzó la guerra de liberación de Argelia, liderada por el Frente de Liberación Nacional (FLN).
Los vientos de independencia soplaban con fuerza, influidos por el contexto de la “guerra fría” entre Estados Unidos y la Unión Soviética. El colonialismo belga intentó interferir en la lucha por la independencia y intervenir imponiendo la forma que ya utilizó Francia con Haití.
En 1804, Haití se convirtió en la primera república de esclavos libres. Una bofetada a la que Francia, para “compensar” la pérdida de ingresos causada por su sistema esclavista y sus plantaciones de azúcar y café, respondió imponiendo a la república, bajo amenaza de intervención armada, una deuda de 150 millones de francos oro, equivalente a el presupuesto anual de Francia en aquel momento.
El gobierno haitiano incluso tuvo que pedir prestado dinero a bancos franceses, pagando una alta tasa de interés, logrando saldar la “deuda” sólo alrededor de 1950, en detrimento de su propio desarrollo interno.
Incluso el Congo, cuya independencia se hará efectiva el 30 de junio de 1960, se verá obligado a pagar la deuda exterior de Bélgica y a reembolsar un préstamo que nunca recibió, a cambio de la independencia. Y el gran Patrice Lumumba, líder anticolonialista y Primer Ministro de la República Democrática del Congo, será asesinado en 1961 por los sicarios de la antigua potencia colonial.
Ruanda y Burundi se independizaron en 1962. Entre 1959 y 1962, aproximadamente 500.000 tutsis se vieron obligados a huir, principalmente a Uganda. Allí tomó forma el Frente Patriótico Ruandés, formado por tutsis de las élites monárquicas que se habían exiliado a Uganda, que ofreceron a los Estados unidos la ocasión para realizar su planes en la región. En los años 80, la Cia y el departamento de Estado norteamericano entrenaron a Paul Kagame y a altos oficiales ruandeses en sus escuelas de guerra.
Desde entonces, la dominación colonial en el continente africano continuó bajo otras formas. El período posterior a 1989 sacó a la luz nuevas rivalidades entre potencias y nuevas conexiones de intereses. Treinta años después, el genocidio de Ruanda sigue siendo un “paradigma”.
En 2006, la parlamentaria estadounidense Cynthia McKinney, enviada especial del presidente Bill Clinton a África, afirmó en una entrevista: “Lo que ocurrió en Ruanda no es un genocidio planeado por los hutu. Es un cambio de régimen. Un golpe terrorista perpetrado por Kagame con la ayuda de fuerzas extranjeras. Personalmente escribí a Bill Clinton para decirle que sus políticas fueron un fracaso en África”.
El 6 de abril de 1992, con la “guerra humanitaria” contra la entonces Yugoslavia, se inició el proceso de “balcanización del mundo”, que vería el papel de los medios de comunicación y del aparato ideológico de control occidental, actores cada vez más presentes en los conflictos.
El genocidio en Ruanda, preparado desde hace mucho tiempo en los círculos de poder y alimentado por los medios de comunicación que avivaron el conflicto étnico, aparece hoy como un “laboratorio” de esa estrategia de “caos controlado” con la que el imperialismo salpicará al Sur global con masacres.
El 15 de julio de 2024, Ruanda, un país donde al menos el 40% de la población es pobre, celebrará elecciones presidenciales. Paul Kagame, que dirige el Frente Patriótico Ruandés desde su victoria armada en 1994, se presenta a un cuarto mandato consecutivo, tras ganar las elecciones de 2003, 2010 y 2017 con más del 90% de los votos.
En el marco de los acuerdos para enviar inmigrantes a Ruanda – uno de los países más pobres y desiguales de África -, Kagame se reunió a principios de año con el primer ministro israelí Netanyahu: para acoger a miles de palestinos expulsados de la Franja de Gaza, en cambio de una generosa financiación.
“No hay otra solución para los residentes de Gaza que la inmigración – dijeron representantes del régimen sionista -. Hoy no tienen adónde regresar. Gaza está destruida y no tiene futuro porque seguirá así”.
Incluso el presidente de Chad, Mahamat Idriss Déby, que mantiene excelentes relaciones con el régimen israelí, mostró atención a la propuesta.
Chad, cuya población es 60% musulmana sunita, estableció relaciones diplomáticas con “Israel” en 2019 y Benjamín Netanyahu viajó hasta allí para la ocasión. En febrero del año pasado fue el turno del presidente chadiano de corresponder, viajando a Tel Aviv.