Trump, El Regreso Del Yeti

Quien crea que la salida de Biden de la Casa Blanca es señal de un peligro evitado, pronto se desengañará. Si bien es cierto que el delirio de nuevos cruzados 3.0 de los demócratas estadounidenses llevaba al mundo hacia una crisis militar de la que sería difícil retroceder, también lo es que el equipo que ocupará en poco más de veinte días el número 1600 de Pennsylvania Avenue en Washington D.C. encierra todas las alarmas posibles para los gobiernos que optan por políticas soberanas en defensa de los intereses nacionales y que intentan crear un orden internacional más justo, o al menos más equilibrado.

La llegada de Trump, precedida de provocaciones verbales diarias contra un orden geoeconómico que no le agrada, revela lo que los Estados Unidos, en su expresión más oscurantista y reaccionaria, tienen en mente para el menú de los próximos cuatro años.

El estilo bufonesco del personaje podría llevar a pensar que se trata de marketing político y que difícilmente se cuenta lo que se planea hacer antes de ejecutarlo. Sin embargo, aunque Trump, por su naturaleza vulgar e ignorante, complica las categorías interpretativas del discurso político, queda claro que sus declaraciones buscan medir las reacciones internacionales y calibrar el nivel de intimidación que logran. Pronto se concretará una política agresiva y provocadora con el objetivo de intimidar al planeta entero: las declaraciones sobre México, Panamá, los BRICS, Groenlandia, Europa o la CPI deben leerse como partes de un programa para recuperar el liderazgo perdido.

Trump llega a la Casa Blanca con un resultado electoral extraordinario que le otorga la mayoría en ambas cámaras legislativas, el Senado y el Congreso, además de la Corte Suprema. Esto concentra el poder ejecutivo, legislativo y judicial en sus manos. Tal concentración priva a Estados Unidos del sistema de contrapesos institucionales (check and balance) que debería regular los límites de la presidencia. Sus ausencia garantizará a la próxima administración total libertad para reescribir las normas institucionales sin preocuparse por restricciones o controles en su políticas internas como internacionales.

La eliminación de figuras republicanas con cultura institucional, reemplazadas por outsiders cuya única identidad es el odio racial y sus intereses privados, no moderará los instintos agresivos y arrogantes del Presidente. Trump considera que la crisis económica y de empleo en Estados Unidos es el resultado del crecimiento chino y, incapaz de concebir cooperación e intercambio, se inclina a un enfrentamiento abierto con China, cuya economía está erosionando profundamente la supremacía estadounidense en los mercados.

Pekín no se ha quedado con los brazos cruzados. Ha ampliado enormemente su economía, su red diplomática y política global, incrementando su influencia. Además, el crecimiento masivo de sus inversiones militares, marcado por avances tecnológicos destacados, refuerza su posición sobre la soberanía de Taiwán. Ante este escenario, el magnate parece decidido a abrir un frente de conflicto permanente con China, esperando revivir la estrategia de Kissinger, que utilizaba la distancia entre Moscú y Pekín como un factor de seguridad para Washington.

La agenda primordial, el bullying como programa

En términos generales, Trump regresa con la intención de equilibrar la pérdida de liderazgo político, financiero y tecnológico que, durante la presidencia de Biden, alcanzó niveles preocupantes para la hegemonía unipolar de Estados Unidos. Sin embargo, encuentra una Casa Blanca en total desorden.

En el ámbito militar, una derrota estratégica en Ucrania cuestiona la expansión de la OTAN hacia el Este, obligando a replantear la táctica de la Alianza. Además, el temor generalizado hacia el poderío militar de Estados Unidos, fundamental para su gestión imperial del planeta, ha disminuido significativamente.

En el plano financiero y monetario, el proceso de desdolarización está en pleno auge, ampliándose y profundizándose. Reducir a Europa a un instrumento subordinado y enterrar sus aspiraciones de ser un tercer polo global es un éxito de la administración saliente, es un logro que no compensa del todo la pérdida de influencia política global de Estados Unidos, evidenciada en los fracasos de las cumbres mundiales sobre la democracia de 2023 y 2024, y en la incapacidad de aislar a Rusia o contrarrestar el avance de los BRICS, que incluye aliados estratégicos de Washington como Turquía, Pakistán y Arabia Saudita.

El colonialismo israelí, aunque violento, no basta para compensar la disminución de la presencia estadounidense en África, frente al creciente protagonismo de China y Rusia, tanto en África como en América Latina. Hasta los anunciados Acuerdos de Abraham no serán como se planteaban hace unos años: tendrán que remodelarse a la luz del genocidio de los palestinos y de la reanudación de las relaciones entre Arabia Saudí e Irán, que parecen haber reducido mucho el conflicto entre ambos países y la disposición de Riad a participar en una escalada contra Teherán.

En este panorama, el regreso de Trump no marca una corrección, sino más bien un agravamiento de las fracturas en el liderazgo global de Estados Unidos, con implicaciones impredecibles para el equilibrio internacional.

Trump representa aquella facción del deep state convencida de que se debe actuar para reducir drásticamente la competencia internacional en los mercados, los organismos internacionales y el sistema de gobernanza planetaria. Según esta visión, y dada la falta de fundamentos que permitan a Estados Unidos relanzarse en los planos financiero, político y militar, esto solo puede abordarse mediante una presión violenta sobre los competidores internacionales y exigiendo a los aliados una contribución directa al renacimiento estadounidense. Este resurgimiento, a su juicio, está amenazado tanto por los procesos de integración global como por profundas transformaciones demográficas y culturales relacionadas con soberanía, independencia, autonomía y jerarquías raciales y de género.

Tres son las prioridades en la agenda: desligarse de los vínculos e interdependencias de la globalización contemporánea, restablecer y extender una preponderancia de poder capaz de contener el desafío planteado por China, invertir los procesos demográficos y migratorios que amenazan con alterar la identidad y naturaleza de Estados Unidos.

Es particularmente en estos últimos dos temas donde América Latina volverá a ocupar un lugar central en la iniciativa imperial. Ignorando por completo el índice de pobreza extrema debido a la desigualdad y a la falta de equilibrio en la producción de la riqueza global, y negando el cambio climático, predomina la creencia de que las migraciones pueden ser controladas mediante la represión y de que los proyectos nacionales pueden subordinarse a la voluntad de un señor feudal. Casi un extracto del trumpismo. Esto refleja un hecho político y simbólico, paradigmático en ciertos aspectos, sobre la naturaleza de las relaciones entre EE.UU. y América Latina.

Aunque la importancia del control del Canal de Panamá tiene su peso, constituye principalmente un casus belli para abrir una nueva etapa de conflictos con Centro y Sudamérica. Existe una clara intención de lanzar una ofensiva contra el subcontinente que permita a EE.UU. controlar los recursos estratégicos de América Latina que pueden marcar el desafío a China. Esta prioridad queda confirmada con el nombramiento de Marco Rubio como Secretario de Estado, un «gusano» cuya ideología y odio lo convierten en una figura tan peligrosa como incompetente. Poner a un individuo así al frente de la política exterior es comparable a darle C4 a alguien con Parkinson.

No hay dudas sobre la beligerancia que se prevé hacia los países del ALBA, portadores de independencia y promotores de un modelo sociopolítico socialista y exitoso. Esto será disfrazado como una guerra contra la penetración china y rusa en el continente latinoamericano, pero en realidad se trata de una nauseabunda reafirmación del monroísmo, una reliquia nunca olvidada de la política exterior imperial.

En este sentido, la amenaza a Panamá en el aniversario de la criminal invasión estadounidense subraya el grado de arrogancia imperial y la total ausencia de tacto político en la gestión de las relaciones internacionales. Esto indica con claridad el nivel de desprecio que el soberano del Norte tiene hacia los súbditos del Sur.

Será interesante observar si esta postura al menos motiva a los más renuentes a la independencia latinoamericana a buscar caminos diferentes de los seguidos hasta ahora, que han confundido la política de «buen vecino» con la sumisión. En el diálogo abierto, algunos han dado la espalda a sus propios hermanos. Pero nunca es demasiado tarde para mover piezas y jugar un partido diferente. La esperanza es que la crudeza y vulgaridad del discurso político estadounidense sirva para aclarar quién representa una amenaza en el continente y quién, en cambio, una oportunidad.

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