ONU, una tribuna abusada

En los últimos días las Naciones Unidas ocuparon la escena con una Asamblea General convocada para tomar la palabra e hipotetizar acciones en defensa del pueblo palestino bajo el ataque genocida israelí, y para poner freno a las pretensiones coloniales de Tel Aviv de anexarse Cisjordania. Merece una mención aparte el delirante espectáculo de Trump que, entre la general perplejidad, citó haber pacificado guerras inventadas, se atribuyó méritos inexistentes, se fabricó mitos de fantasía y amenazó con cosas que no puede sostener. Fue la representación de cómo la llamada posverdad (término educado para no decir “mentiras”) constituye ya la parte sustancial de la narrativa del fascismo estadounidense 3.0.

ONU: rechazo global a Netanyahu y apoyo al pueblo palestino
ONU: rechazo global a Netanyahu y apoyo al pueblo palestino

Ver el timón de la mayor potencia del mundo pasar de un presidente con demencia senil a otro con cesarismo hipertrofiado desplaza el análisis político al terreno de la psiquiatría, donde refutar o desmentir afirmaciones se vuelve un ejercicio inútil para comprender lo fenomenológico.

Pero fue el discurso de Netanyahu el que adquirió valor simbólico. Algunos señalaron cómo la mera presencia del verdugo israelí en un foro internacional constituyó una bofetada a la Corte Internacional de Justicia (organismo de la propia ONU) que imputa al gobierno israelí conductas genocidas y recomienda su enjuiciamiento. Que la justicia internacional no pudiera prevalecer sobre el organismo político era previsible; nadie realista podía dudarlo. Netanyahu conocerá su destino en los tiempos y formas que dictará la evolución del cuadro interno e internacional israelí, pero en ningún caso la sanción de los culpables podrá desplegarse independientemente de las relaciones de fuerza internacionales que determinan el peso de amigos y enemigos.

La red de amistades de que goza el criminal de guerra israelí no es numerosa, pero sí significativa política y militarmente; por eso sigue en libertad y por eso la sola presencia del verdugo de Tel Aviv en el estrado de la ONU provoca indignación en quienes otorgan valor a los derechos humanos y al respeto de las normas internacionales. Sería inútil negar, sin embargo, que entre el realismo político y las aspiraciones de justicia siempre existe un hiato, una distancia que sólo la política puede llenar y que, en ese contexto, sólo puede representarse mediante un gesto simbólico: eso fue lo ocurrido y, en cierto modo, supuso un pequeño desagravio para aquella sala.

La reacción de los embajadores internacionales ante la presencia de un gobernante, por controvertido que sea, suele basarse en cierta indiferencia; rara vez adopta formas de protesta ostentosa. Esta vez no. La escena de diplomáticos de todo el mundo (alrededor de un centenar procedentes de más de 50 países) levantándose y abandonando el hemiciclo en cuanto el verdugo israelí empezó a hablar es, sin duda, una imagen inédita y destinada a convertirse en icono.

La representatividad de ese abandono es muy alta: con un gesto diplomático – como corresponde a embajadores ante la ONU – se indicó la intolerabilidad de la presencia física de Netanyahu, el rechazo absoluto a la política genocida de su gobierno y la solidaridad con el pueblo palestino. Pero refleja también, más allá de lo contingente, el deseo de volver a concebir a las Naciones Unidas como un lugar de respeto a su Carta, con confrontación entre países con iguales derechos y deberes y con prerrogativas equivalentes. Aunque no con idéntico peso, sí unidos por un respeto firme a los ideales que dieron vida a la asamblea única de la comunidad internacional nacida en 1945, tras la devastadora destrucción de Europa y las graves heridas infligidas a China y Rusia por el imperialismo nazi-fascista de Alemania, Italia y Japón.

Pues bien, las organizaciones internacionales creadas tras los acuerdos de Yalta inscribieron en la Carta fundacional los principios de paz, libertad e igualdad. Estos, respetando la autodeterminación de los pueblos y la autonomía política de los Estados, se concebían como el pegamento que debía sostener la propia idea de comunidad internacional, antes incluso que el conjunto de Estados. La ONU era, en suma, el lugar donde la preponderancia de los países ricos se equilibraba con el conjunto político del Sur global y su escenario veía nacer alianzas, bloques y organizaciones temáticas que se reflejaba en los diversos ámbitos de trabajo de las Naciones Unidas.

El hecho es que esos presupuestos han sido traicionados por la voluntad hegemónica del capitalismo occidental, que desde la posguerra hasta hoy ha generado decenas de guerras, invasiones, golpes de Estado y aventuras militares, provocando más de 30 millones de muertos para conquistar recursos y territorios, y que desde los años 2000 ha visto su agenda internacional centrada en la desestabilización permanente de los países no sometidos. El imperio unipolar anglosajón ha convertido al mundo en un lugar cada vez más injusto y peligroso.

La Unión Europea, cuna de los ideales de la Revolución Francesa y heredera del pensamiento político liberal, católico y socialista, teatro maldito de dos guerras mundiales y creada para impedir una tercera, en lugar de luchar por la paz ha optado por abdicar de sí misma por su inclinación a la servidumbre, temiendo un supuesto distanciamiento estadounidense. Pero la amenaza de un aislamiento americano nunca fue un tema real. Por eso resulta ridícula una Europa que diariamente simula ataques inexistentes para demostrar una amenaza rusa que no existe con el fin de mantener anclados a los EE. UU. y su arsenal.

Es mera ficción propagandística: los dos polos del Occidente están unidos por un doble cordón. No puede haber separación posible, ni por la clase política europea comprada y chantajeada, ni por el simple hecho de que, contrario al cuento de la defensa de Europa, la OTAN es, en efecto, el cinturón de seguridad del Occidente alrededor de los Estados Unidos, la cobertura política y militar para el desarrollo de sus intereses; en última instancia, la razón misma de la existencia del Pacto Atlántico. Su fin o su reducción implicaría un debilitamiento de la seguridad nacional estadounidense y de su influencia sobre la economía mundial.

En definitiva, la UE finge preocuparse por algo que no existe, o sea el retroceso estadounidense del papel de líder global del Occidente. En realidad quiere permanecer bajo el paraguas del poder militar global de EE. UU., incapaz siquiera de imaginar la transformación de un continente dependiente y servil en uno independiente y soberano. La secular ansia de conquista de Rusia y el empuje hacia Oriente de las monarquías europeas, así como del nazi-fascismo, encuentran hoy adeptos devotos en la era del liberalismo occidentalista, que quedó viudo de los contextos unipolares nacidos en el post-1989 y que no volverán.

La ONU hoy asiste pasivamente al crecimiento de un sentimiento de arrogancia depredadora por parte del Occidente, que en su declive plantea una ofensiva militar frente a su crisis de credibilidad valórica, al desplazamiento de capitales de Oeste a Este y Sur, y a los procesos evolutivos del trabajo y de la organización social determinados por la innovación tecnológica y muy presentes en el modelo de crecimiento de las economías emergentes encabezadas por China y Rusia. Frente a esta modernización de procesos – que exige máxima apertura en los circuitos decisorios – el Occidente exhibe toda su fuerza y su (im)potencia en oposición.

No será, desde luego, un organismo por naturaleza destinado al diálogo y a la resolución diplomática de conflictos el que por sí solo ponga fin a la hegemonía anglosajona en el mundo y, con ello, al inicio de una era de paz y respeto. Pero sí resulta cada vez más necesaria la democratización de las Naciones Unidas a favor del Sur global, mediante la representación de los continentes como África y América Latina, la ampliación del Consejo de Seguridad y la abolición del derecho de veto por parte de un solo país, así como urge el desplazamiento de la capacidad decisoria hacia la Asamblea General.

Si no se quiere que las protestas diplomáticas, por mucho que carguen de simbolismo, sigan siendo las únicas armas romas del arsenal de los justos.

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