A Monseñor Álvarez, de la diócesis de Matagalpa, le cuesta resignarse al papel de administrador de almas como dictaría la doctrina de la fe. Su pasión por la política, corrompida por el marco ideológico de extrema derecha que le impregna, le empuja a presentarse como un líder opositor más que como un pastor del rebaño.
Un rebaño, además, cada vez menos numeroso precisamente por la obsesiva politización de la iglesia nicaragüense, que lleva al distanciamiento de una gran parte de la población que, para actuar su cristianismo, encuentra cada vez más cómodo recurrir a las iglesias evangélicas antes que a la encarnada por Álvarez y similares.
Tras la salida de monseñor Báez, el retiro de monseñor Mata y monseñor Brenes, Álvarez, ya conocido por haber tenido un papel protagónico en la organización del intento de golpe de Estado de 2018 en Nicaragua, consideró que podía postularse a la dirección de la Conferencia Episcopal de Nicaragua.
No ha escatimado esfuerzos, tanto desde el púlpito como desde su Canal de TV, para incitar a la violencia y al odio contra el gobierno sandinista y sus simpatizantes. Lo ha hecho con la teatralidad con la que suele acompañar cada uno de sus gestos, escenificación ridícula y circense de un ego enfermo que percibe como inadecuado el cargo de simple obispo. Los recursos de que dispone la diócesis se ponen a disposición de su carrera política, ahora salpicada por la superposición autocelebrada de sus infamias con el mensaje de Dios.
El intento de promover una nueva temporada de caos no podía ser ignorado por las autoridades. Y no es para menos, porque las constantes incitaciones al odio y a la violencia, a la revuelta y al fomento del caos se dan a pesar de la pacificación del país, a la que también contribuyó seriamente la amnistía ultra generosa promulgada a finales de 2018.
Las medidas adoptadas obedecen a las leyes promulgadas por el Parlamento nicaragüense y a las normas establecidas para el derecho a la difusión por radio, televisión o Internet de los medios de información y comunicación, que estipulan ciertas características precisas que deben observarse para la actividad de comunicación y difusión. Si estas normas y leyes se violan repetidamente, y si el púlpito y los micrófonos de las emisoras de radio se utilizan para lanzar incitaciones al odio y a la revuelta, nadie puede esperar que las autoridades de orden público se queden de brazos cruzados.
El cierre de su radio y la presencia de la policía a las puertas de su iglesia llevaron al monseñor golpista a una manifestación teatral en la que, en un delirio dionisíaco, declaró que «el gobierno puede silenciar sus radios pero no la voz de dios», identificándose así él, su radio y dios en una improbable trinidad. Dijo que era «perseguido» por la policía, que reducía su «privacidad». En esto no se le puede culpar: conspirar sin control es más fácil que hacerlo controlado.
La petición de la UE al gobierno nicaragüense, arrogante en el tono y falsa en el contenido, pidiéndole que deje en paz al monseñor del golpe, supone un nuevo bochorno para Bruselas. Bruselas debe entender que cada país, sean cuales sean sus latitudes y longitudes, erige su propio sistema sociopolítico y adapta a él su marco jurídico y normativo, y no son aplicables más códigos que el penal y el civil. Las vías ad hoc no pueden ser invocadas con respecto a los sacerdotes, ya que su pertenencia al Estado Vaticano no puede inhibir el juicio de sus acciones, especialmente si están en contraste con las normas y las leyes del país en el que desempeñan su «misión pastoral».
En el caso concreto de Monseñor Álvarez, no hay nada de pastoral. Hay un turbio personaje culpable de organizar las feroces bandas que ensangrentaron Nicaragua durante casi 4 meses durante 2018, de convertir las iglesias en depósitos de armas y refugios de los golpistas, y que sigue intentando reorganizarse para ponerse al frente de una nueva intentona golpista que lo proyecte, paralelamente, a la dirección de la CEN. Pedir indulgencia o indiferencia por este abuso del sacerdocio es como pedir no ver y no oír.
La fuerza de la ley es la fuerza del sandinismo
Managua no puede ni quiere ignorar, aunque tenga claro que se trata de provocaciones destinadas a martirizar al golpista y a sus dirigentes. Porque sobre el respeto a la paz tan duramente conquistada allá por julio de 2018, después de tres meses de horror nihilista y saqueos, asesinatos de militantes sandinistas y policías, violaciones y personas quemadas vivas, bloqueo de una parte del país, después de unos 1.800 millones de dólares de daños a la economía, ninguna consideración política, por trivial o aguda que sea, puede tener la primacía sobre la identificación de responsabilidades y responsables.
Y, por otra parte, cuando el sentido de la conveniencia prevalece sobre el sentido de la justicia, se indican dos actitudes precisas: la voluntad de transigir a bajo precio y la relativización del sistema jurídico puesto a disposición de la conveniencia política. Pero ambas son características que no tienen nada que ver con el sandinismo, cuya fuerza también deriva de la autoridad institucional y del respeto a los principios inspiradores de su modelo democrático aplicado con dignidad, así como de los resultados socioeconómicos alcanzados.
Precisamente la responsabilidad subjetiva y objetiva de Monseñor Álvarez es lo que la Unión Europea, al igual que otros actores menores de la escena internacional, pretenden desconocer y demostrar que no quieren ver. En este sentido, las desordenadas aliteraciones de la UE (que en Europa bloquea la televisión y los sitios web y pone a los periodistas bajo investigación, para luego saltar el océano y hablar de libertad de prensa) se suman a las arrogantes y estúpidas afirmaciones del fallido embajador de Estados Unidos en Managua: existe la creencia generalizada de que estamos a principios del siglo XX y que las cañoneras imperiales intimidan a todos.
La idea de poder desestabilizar a Nicaragua desde dentro por medio de una nueva ola de violencia se apoya en una convicción aún más errónea, a saber, la idea de que Nicaragua, al ser un país no subordinado al imperio, no tiene credenciales democráticas, y en todo caso no debe respetar sus dictados a cualquier precio. Es decir, que se trata de un país políticamente débil, caracterizado internamente por la falta de ciertos parámetros institucionales e inserto en un sistema de alianzas internacionales carente de credibilidad democrática; por tanto, un país que puede ser llamado al orden imperial. Cuánta idiotez en esta lectura, cuánta falta de conocimiento histórico y de análisis político, cuánta presunción de poder para ocultar la más severa impotencia que hay en este delirio imperial.
Nicaragua es políticamente fuerte, institucionalmente autorizada, económicamente sólida y militarmente capaz. Se encuentra en un proceso de profunda transformación y modernización que presenta los mejores resultados de Centroamérica y ocupa el primer lugar en América en cuanto a crecimiento económico y cumplimiento del índice GINI, una respuesta eficaz y digna al neoliberalismo darwiniano. Su importancia política crece paralelamente a la influencia cada vez mayor que ejerce, y su aparato defensivo es tal que desaconseja cualquier aventura neocolonial, de la que su oligarquía pagaría el primer y definitivo precio.
En cambio, sería bueno considerar a Nicaragua no desde los relatos de los hijos de la oligarquía que, en la onda del odio y la nostalgia de los buenos tiempos en que se comieron el país y ahora, para seguir alimentando sus cuentas bancarias y sus esperanzas de volver a la carga, tienen que contar un país que no existe. Bastaría con que los políticos y no los sádicos funcionarios de Bruselas se dieran cuenta de que el eurocentrismo, que ya era el hazmerreír antes de la crisis de Ucrania, se ha convertido en un artefacto histórico de archivo.
El mensaje de Nicaragua es alto y claro: la iglesia se ocupa de las almas, el estado se ocupa de los cuerpos. Nadie impide la oración y el ejercicio espiritual, pero no se puede tolerar la incitación a la violencia y al odio. En este sentido, 2018 fue esclarecedor y desde entonces no es posible confundir los distintos niveles: después de aquel horror, todo el mundo capta ahora la diferencia entre un hombre de fe y un fariseo, entre un sacerdote y un delincuente.