Justo Santos, el artista del pueblo, no era el caballerete anodino, de bigotito, que los publicistas de hoy suelen poner en sus anuncios de tabacos nacionales. No. Su estampa recordaba más bien la del poeta Francisco Pérez Estrada: así de requeneto, de renegrido y sensitivo. Pero la cabellera alta y espesa, retorcida, y la mirada viva ennoblecían la faz oscura bajo la frente amplia y pensante.
Ágil de movimientos, atento con uno, se movía rápido, hablaba rápido con una voz musical que se elevaba agudamente entre las de sus compañeros del Trío Xolotlán, allá en la legendaria emisora “La Voz de la América Central” –por los años 40- santuario y cita permanente que fue de los trabajadores del arte musical de todo el país y aún de Centroamérica.
Allí le escuché ensayar y repetir muchas veces una serie de melodías de honda raigambre de sentimiento primitivo nicaragüense, tal parecía que eran trasladadas íntegras de algún remoto areito de nuestra prehistoria a la farándula de hoy.
A lo que creo, la pureza y autenticidad de expresión vernácula de aquella música que no se ha vuelto a repetir en nuestros compositores (bien se dio un tanto en su antecesor Camilo Zapata), y la presencia del espíritu de la raza indígena en literatura sólo se ha visto rediviva en la obra del poeta Fernando Silva.
¿Y qué se hicieron aquellas melodías? He inquirido por ellas numerosas veces y se ha dicho que “un amigo” las guardaba, que algunas fueron trasladadas al pentagrama desde en vida del autor y que alguien conservaba también la letra de sus canciones. ¿Quién es aquel amigo? Quizá desgraciadamente se perdió esa obra, inolvidable para los pocos que la escucharon, o tal vez hoy es atribuida a otros compositores también ya desaparecidos u olvidados; o bien, ojalá, estará ya absorbida definitivamente por la emoción del pueblo y es hoy elemento y vivencia folkórica conmovida en nuestro país. Al parecer sólo nos queda la “Mora Limpia”, de memoria infinita.
Justo Santos no hacía más que componer y ejecutar y cantar. Dentro de esa actitud de dar de sí un artista constante, siempre estaba pronto a la cooperación esmerada de la afinación de los instrumentos de sus colegas (“dame el sí, dame el re”), a complementar con una idea musical, con una frase sentimental, la labor de composición de otros creadores de canciones de su mismo grupo, a alegrar con su guitarra una mesa de tragos de poetas, a celebrar un bautizo o una serenata a las novias de sus amigos. Y esa actitud se advertía animada por un júbilo secreto por la complacencia de vivir siempre dentro de su propio arte, todo él lleno de melodías extrañamente admirables que cada día pugnaban por surgir de su corazón de artista con las expresiones de los ancestros del pueblo. Todo ese monumento de melodiosa poesía primitiva fue derrumbado de un balazo en el abdomen por un paramilitar somociano (“orejas” los llamábamos entonces), en una media noche amarga del año 1958, en los escombros de los mercados de Managua.
La insigne “Mora Limpia”, insigne entre todo el acervo musical popular nicaragüense, se incia con un como exordio de algún suceso singular que se va a narrar con música tribal, y que se repite como para afirmar la atención de los oyentes. En seguida se inicia la relación, cantada y bailada como es uso en las ceremonias indígenas, cantada por el punteo de la guitarra y bailada por el ritmo primitivo, de cierta historia de amor, digamos, en que tras el vuelo vivo y sentido de la melodía yace una manifestación de tristeza de la raza; y el relato prosigue con sus peripecias sonrientes a ratos, melancólicas otras, de una pasión indígena que tanto puede ser por una mujer como por la raza misma, que añora el esplendor y la gloria del pasado y deviene de nuevo ahora a través de la expresión doliente de su propia música.
Toda esta gama de sentimientos y de voces ocultas del corazón nativo rueda ya por siempre en la melodía de “Mora Limpia” por todos los caminos de Nicaragua.
Ahora que la Revolución preconiza para el quehacer de los artistas la vuelta sobre las fuentes de nuestra nacionalidad, “Mora Limpia” de Justo Santos viene a ser como el estandarte que nos lleva al camino de donde parte todo el aliento puro del arte popular nicaragüense.