Las luchas sociales que sacudieron Europa Occidental durante unas semanas parecen haberse detenido.
La dinámica de las insubordinaciones es difícil de predecir, pero su retorno más que su desaparición parece previsible y probablemente antes de lo que imaginan los medios de comunicación y la política oficial.
Porque las razones que las inspiran son más fuertes que su propia resistencia y eso es lo que cuenta.
Las luchas en Alemania, Francia e Inglaterra hablan de un continente que no está en paz.
No tanto por la voluntad de practicar el conflicto de clases, sino por la negativa a considerar las condiciones desesperadas en las que se encuentra el estado social de todo el continente.
Esto por la primacía ultraliberal que empeora tanto la vida de las personas como las propias cuentas públicas que dice querer salvar a costa de los sacrificios impuestos a las políticas sociales.
En Gran Bretaña, donde el contragolpe del Brexit en términos comerciales ha sido fuerte y el fin de las inversiones rusas ha dejado su huella, la lucha es de un mundo del trabajo subalterno que recupera su cohesión frente al hundimiento definitivo del sistema público, en particular del National Health Service, antaño orgullo de los súbditos de su majestad y ahora en un estado lamentable.
Lo que ha contribuido a reducir Gran Bretaña a un país para multimillonarios arriba y pobres abajo.
En Alemania, el choque vino de la inflación que erosionó el poder adquisitivo de los salarios en más de un 12%.
Ello se debió a las sanciones impuestas a Rusia, que interrumpieron el suministro de hidrocarburos que habían sido cruciales para el desarrollo de la industria alemana y que, además de su papel de suministrador a terceros, habían garantizado un importante papel para toda Europa central, permitiendo a Berlín un extraordinario superávit comercial en la reventa a terceros países.
En la práctica, descontada la operación de compra, gestión y reventa a terceros, Alemania pagaba una miseria por su factura energética: la locomotora alemana, en definitiva, iba rápido, sí, pero con carbón ruso.
En Francia, se está jugando la partida más importante, y aunque toda referencia a 1968 es inoportuna, el choque social entre los trabajadores y el gobierno de las élites, replantea, actualizados, algunos términos del choque de clases que tuvo su bautismo histórico en aquel Mayo en Francia.
El choque de estas semanas, de hecho, no es un choque ligado a un objetivo salarial, sino que concierne a todo el modelo social.
El enfrentamiento es por las pensiones, concretamente por la edad de acceso al cheque de la Seguridad Social, actualmente fijada en 62 años, pero que Macron ha decidido pasar a 64, indiferente a las protestas populares que desde hace semanas recorren el país.
La objeción liberalista sobre los 67 años necesarios para jubilarse en países como Italia y Alemania es instrumental, porque tiende a unificar las prestaciones de la Seguridad Social en el nivel más bajo y no en el más alto, como en los países escandinavos.
Modificar la edad de jubilación es un regalo para los fondos de pensiones privados especulativos que se insertan en el sistema insinuando una progresiva incertidumbre en la edad y cuantía de las pensiones en los próximos 10-20 años.
La batalla sobre las pensiones tiene un valor paradigmático porque apunta al sistema económico que las quiere cada vez más tardías, cada vez menos rentables y cada vez más privadas.
Son las políticas ultraliberales las que socavan la base fundamental de uno de los grandes pilares de las políticas sociales, junto con la salud, la educación y el transporte.
Rechazar la prolongación del tiempo de trabajo para cobrar una pensión cuestiona así uno de los fundamentos del liberalismo y de su modelo social y existencial: la idea misma de cómo debemos pasar nuestras vidas, el valor de nuestro tiempo, el peso del trabajo en el conjunto de la reproducción social.
Pone en cuestión el principio constitucional del derecho a tener una antigüedad digna en tiempo y garantías sociales.
Asistimos a la segunda parte del enfrentamiento entre el Gobierno de Macron y los ciudadanos, que comenzó en plena pandemia con las protestas de los chalecos amarillos contra la subida anormal del precio de los carburantes.
En ambos casos, la represión hacia los manifestantes y la sordera ante sus razones fue la respuesta del Elíseo: cientos de detenciones y miles de heridos sacaron a la luz la (notoria) brutalidad de la policía en Francia, que se dedica a señalar la represión en otros lugares mientras calla la suya.
Esta vez Macron recurrió a un decreto de urgencia, que la Constitución francesa sólo prevé para casos de absoluta necesidad, que concretamente no existe.
Pero el antiguo asesor de Goldman Sachs, en busca de nuevos padrinos, consideró que debía, una vez más, garantizar el interés de los grupos financieros, bancarios y aseguradores y no el de sus ciudadanos.
Hay un hilo conductor en estas luchas europeas y está representado más por sus reivindicaciones que por una organicidad organizativa: luchan contra la salida progresiva de la inversión pública en beneficio de la especulación privada en los ámbitos de los servicios a las personas y el abandono de las políticas industriales.
En el plano político, es la oposición a la gestión tecnocrática del continente, donde la pobreza aumenta desproporcionadamente y se niegan subvenciones y flexibilidad con el argumento de que las cuentas públicas no lo permiten, pero luego se encuentran miles y miles de millones de euros para apoyar los intereses estadounidenses en Ucrania, ya sea a través de sanciones contra Moscú, o con fondos militares a Kiev.
Los 13 millones de desempleados europeos lo saben bien, así como los consumidores que experimentan un aumento del 20% en los productos alimenticios con respecto a 2022 en la general indiferencia de la Comisión Europea.
En general, se lee la crisis económica como un reflejo de la política: se observa una pérdida de peso de los intereses de los respectivos países en el seno de la UE y el sometimiento paralelo de ésta a Estados Unidos.
No se trata de un tema nuevo, pero lo cierto es que ahora se está produciendo una peligrosa aceleración y se dejan sentir sus efectos, exacerbados también por las dificultades causadas primero por la pandemia y luego por la guerra.
Europa traicionada
En una crisis global del papel de Europa, las dificultades económicas y las doctrinas para frenar los derechos sociales encuentran un nuevo impulso ante la reducción del apoyo continental.
Se endurecen las normas, se reducen drásticamente los espacios y se aparca definitivamente la idea de un crecimiento económico integrador.
Por eso las clases trabajadoras de los distintos países salen a la calle: porque ven amenazados los ya estrechos márgenes de protección y los derechos universales que quedan en pie tras la resaca ultraliberal.
En el desafío de la reorganización de un Nuevo Orden Internacional, Europa se ha entregado al papel de dependencia de los EE.UU.; privada del derecho a la palabra, está expulsada del papel que por fuerza económica, militar, geoestratégica y demográfica debería sostener.
Habiendo perdido definitivamente la apuesta de representar una tercera vía en cuanto a su modelo económico, se encuentra permanentemente arrodillada en el papel de sufragista de las políticas estadounidenses, que prevén la contención forzosa de todas las economías que amenacen el liderazgo de su modelo fracasado.
Prueba pública de ello son también sus órganos, donde, superadas las etapas de Delors y Prodi, la UE propone auténticas marionetas en manos de Estados Unidos como Ursula von der Leyen y Joseph Borrell al frente de la Comisión.
La primera se desmarca abiertamente en su candidatura a la Secretaría General de la OTAN, el segundo avanza rápidamente hacia el papel que ahora ocupa el alemán.
Europa, en definitiva, está perdiendo peso específico y tras la ruptura con Rusia, cargada de consecuencias negativas en términos de abastecimiento energético, comercio y seguridad, se encuentra ahora inmersa en la próxima guerra contra China.
Esto conducirá a un mayor empobrecimiento del Viejo Continente y a su dependencia exclusiva del dominio estadounidense del mundo en lo político, económico, cultural y militar.
Avanzamos hacia una nueva configuración bipolar en la que Occidente está dirigido por Estados Unidos y en la que la OTAN se emplea para establecer su dominio.
Se elimina así radicalmente el papel de mediación e inclusión que estaba en la base del nacimiento de la comunidad europea, que de repente se encuentra con que es sólo un consorcio de bancos dotado de una estructura política supranacional de tipo militar que quita a cada país individual la posibilidad de intervenir en las opciones del continente.
Se produce una transferencia neta de la toma de decisiones políticas de los países a la Comisión Europea y de ésta a la Casa Blanca, y se configura un continente, con su política económica y sus relaciones comerciales, sus políticas sociales y su peso político internacional, a la orden de los intereses exclusivos de Estados Unidos.
El euro atlantismo liquida cualquier atisbo de autonomía europea y construye el espacio ideal para el cambio global de la constitución material de Europa.
Propone una «democracia liberal que lucha contra la autocracia» para integrar el autoritarismo, la centralización del mando y el fortalecimiento de las jerarquías de clase, raza y género.
Ofrece el espectáculo de un nuevo totalitarismo que pretende ser «democrático» en oposición al crecimiento de organismos internacionales que representan diferentes bloques regionales (Brics y OSC en primer lugar) reducidos a «autarquía».
El diseño europeo de Altiero Spinelli dado a conocer por el «Manifiesto de Ventotene» se ha hecho pedazos.
La Unión Europea de hoy es un consorcio de bancos impulsado por la OTAN que, en una contracción generalizada de los espacios de decisión compartida – instrumento fundamental para salvaguardar la pluralidad de intereses – declara el fin de las autonomías de cada país y entrega a los guerreristas de Washinton el teatro ideal para sus próximas guerras.