Definido por todos los participantes y observadores como un «compromiso aceptable» entre la resistencia de la unipolaridad occidental a mantener el eje político en clave ultra monetarista y la presión del Sur global, que propició la entrada de África en la organización, la Cumbre del G20, que reúne a los 20 países económicamente más importantes del planeta, concluyó el domingo por la noche.
El comunicado final de la cumbre – 37 páginas divididas en 83 párrafos – reitera algunos conceptos ya presentes en las declaraciones de otros foros internacionales, pero el peso de China e Indonesia, que apoyaron firmemente el deseo de India de llegar a un comunicado final firmado por todos los veinte países participantes, marcó un contenido de novedad comparado al pasado.
Especialmente significativa de la división entre el Norte y el Sur fue la cuestión ucraniana, sobre la que el compromiso final parece ser un artificio lingüístico que cubre una distancia política entre los Veinte.
Ucrania representa un elemento paradigmático del enfrentamiento entre Occidente y el Sur global: ya sea por las diferencias en la lectura del proceso político y militar que condujo a la operación militar especial de Rusia, ya sea por el empeño absoluto de la OTAN en intentar procurarle una derrota militar, el conflicto ha sido durante los dos últimos años un termómetro tanto de la solidez atlántica como del crecimiento de la impaciencia general del resto del mundo, pareciendo claro para muchos que se trataba de mucho más que de una lectura elemental y distorsionada difundida erga omnes por los medios de comunicación y las cancillerías del Occidente colectivo.
También en esta ocasión, Estados Unidos y los europeos habrían querido reiterar su condena a Rusia, como han hecho en el pasado en cada reunión de cualquier organismo. Pero ya en la fase preparatoria, hace unos meses, con la negativa del presidente Modi a invitar a Zelensky, había quedado claro que este G20 marcaría una discontinuidad con las asambleas anteriores. Y así fue.
El ministro ruso de Asuntos Exteriores, Lavrov, tiene razón al afirmar que «Occidente no consiguió imponer su agenda ucraniana a los participantes en la cumbre, gracias a la firme oposición de los países del Sur».
En el comunicado final de la cumbre, de hecho, no hay ninguna referencia a Rusia como «agresor» de Ucrania, ni mucho menos un apoyo a Kiev; sólo un llamamiento genérico y obvio al respeto de la soberanía nacional y la integridad territorial de todos los países, sobre cuya falta puede tomarse a la OTAN como ejemplo duradero desde la posguerra hasta la fecha.
Por lo tanto, considerar que el llamamiento al respeto de la integridad territorial expresado en el comunicado es válido única y exclusivamente para Moscú y no para Washington y Bruselas, sería una lectura ridícula y tendenciosa.
Que falta, por supuesto: se puede encontrar en los medios de comunicación atlantistas que, obligados a registrar el enfado de Kiev, intentan tapar el fiasco político con noticias sobre los bombardeos de hoy y los misiles estadounidenses de medio alcance que pueden estar en camino.
La prensa atlantista pone el grito en el cielo porque, en comparación con el comunicado de la cumbre de Bali del año pasado, en el que se acusaba a Rusia de «agresión» y se pedía su retirada «total e incondicional», esta vez la lectura de los acontecimientos es mucho más equilibrada y tiende a respetar las diferentes interpretaciones de lo que está ocurriendo. No es casualidad que la reacción de Kiev al comunicado haya sido tan airada como impotente.
Pero es una cortina de humo, porque tras la cumbre de los BRICS, Occidente esperaba desplegar el G20 sobre posiciones similares en algunos aspectos a las del G7. Nada que ver, sino todo lo contrario: en cuanto se amplía el perímetro, el campo occidental se llena de agujeros.
Por otra parte, a pesar de las promesas de ayuda militar reconfirmadas en su reciente viaje a Kiev por el Secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, la pendiente de la ayuda occidental parece clara.
Hasta la fecha, EEUU ha gastado nada menos que 44.000 millones de dólares en las arcas de la banda de Kiev, más de lo gastado durante 20 años en Afganistán, por poner un ejemplo de cómo la guerra contra Rusia era y sigue siendo uno de los principales objetivos estratégicos de la Casa Blanca y del Estado profundo que la gobierna.
Pero las dramáticas condiciones de la crisis social en EEUU, la proximidad del plazo electoral y, sobre todo, la evidente superioridad militar de Rusia sobre el terreno – que ha demostrado cómo la famosa contraofensiva fue un pelotazo mediático-político y poco más – están cambiando poco a poco el panorama general del conflicto.
La OTAN no puede seguir apoyando durante mucho tiempo con dinero, tropas seleccionadas, armas sin ética como la de uranio empobrecido, asesores y mercenarios a un ejército como el ucraniano que sencillamente ya no existe.
Tras el ataque ruso, que ya en los primeros días de la operación militar especial inmovilizó la aviación, la flota y los depósitos de municiones, fueron los generales ucranianos quienes, obedeciendo órdenes de Washington, la remataron enviando a cientos de miles de soldados al matadero para asegurarse la continuación de la ayuda occidental y llenarse así de fama y dinero.
La presión cada vez mayor para abrir negociaciones y poner fin a una guerra asimétrica imposible de ganar para Kiev hace que Ucrania sea ahora consciente de su progresivo aislamiento. De ahí la histeria de Zelensky, que en pocos días ha puesto al Papa, a China y ahora a todos los países del G20 en el campo de sus enemigos. A este paso se quedará solo con la familia Biden.
El nuevo mapa del G20
El significado más importante de este cambio de posición pone de relieve las cambiantes relaciones de poder político en el seno del G20. Es la asunción de un papel decisivo por parte del Sur global lo que pesa políticamente. Ya no sólo se mide la distancia entre las prescripciones económicas y comerciales en materia de gobernanza mundial entre el Sur global y el Norte impulsado por Estados Unidos: los países BRICS y aquellos que comparten con ellos la necesidad de reducir el peso político y geoestratégico de la minoría anglosajona en el planeta, añaden peso político y estratégico, ya demostrado con contundencia en su negativa a adherirse a las sanciones occidentales contra Moscú (e incluso aumentando el volumen de intercambios comerciales) y ponen claramente de relieve cómo la interpretación política del Sur global en la escena internacional ya no puede considerarse un elemento secundario y, en última instancia, irrelevante.
El Norte anglosajón, y el imperio mediático que lo sustenta y por el que se sustenta, pueden engañarse sobre la heterogeneidad del bloque que reúne al Sur global, apoyándose en la imposibilidad prospectiva de un frente políticamente unido. Pero esta es ingeniería política de bajo perfil, de tendencia politiquera y carente de profundidad analítica.
En cambio, lo que emerge de Nueva Delhi es la expresión de un bloque de países que apoyan diferentes opciones económicas y modelos de relaciones internacionales, integrándolos en una plataforma política global. Lo que sobresale es la crisis del diseño hegemónico occidental, ya inherente al modelo económico y que ha producido su mayor aceleración con la guerra desatada en el corazón de Europa con el objetivo de golpear a Rusia, China y a la propia Europa, para impedir el nacimiento de una Eurasia capaz de ejercer un enorme papel en la gobernanza de los asuntos globales.
La cumbre registró entonces un proceso de reforma interna sancionado por la entrada de África, que atestigua la aparición del continente en la escena de la gobernanza mundial justo cuando atraviesa una temporada políticamente importante que marca decisivamente el camino emancipador y liberador del neocolonialismo europeo. El G20 fue, por tanto, un paso positivo e importante en el diseño de un Nuevo Orden Mundial basado en la inclusión colectiva de los países más representativos.
Es un proceso que está creciendo y que está ante los ojos de todos los países del mundo, tanto de los que ven con preocupación el declive de su dominación y sus privilegios, como – con mayor razón – de los que ven el comienzo de una nueva era, que puede diseñar el tercer milenio con el aparecer de un modelo justo y viable de un mundo más equilibrado y sensato. Un mundo que tenga como referencia el índice GINI y no el índice bursátil.