Camilo Zapata

Por el año 1929, en el Colegio Bautista, fui compañero de aula de un adolescente moreno y flaquito, nervioso y eternamente alegre, inquieto y soñador, que destacaba con singulares dones entre los alumnos del tercer grado de primaria.

Gustaba sentarse en el último pupitre del fondo de la clase, que siendo para dos estudiantes, lo acaparaba él solo. Y allí se lo pasaba, siempre sonriente y jubiloso, tarareando, silbando a medias, canturreando las melodías populares de esa época oscilando su cuerpo al compás de unos ritmos que él mismo inventaba; y utilizando dos lápices como bolillos y la caja amplia del pupitre como una marimba informe, le iba extrayendo a aquel instrumento rudimentario, junto con su voz con inflexiones en falsete, unas cadencias extrañas pero presentidas, vivas, pero melancólicas, que distraídamente los muchachos todos íbamos identificando con una honda realidad nuestra quizá olvidada y reconocida en ese instante, a través de la barahunda rara que el negrito en cuestión metía con su entusiasmo espontáneo y cotidiano.

Los alumnos, en cualquier receso o en una distracción de la maestra, lo exitaban por lo bajo: “Cantate algo, bailá jodidito”. Porque él era la alegría, el recreo permanente de la clase. A mí me agradaba levantarme cada vez y cuando, trasladarme al sitio suyo y sentarme a su lado, para observarlo gozoso, contagiarme con su risa, oirle sus primitivos y curiosos cantitos.

Ambos andábamos en la misma edad: 10 años. Y charlábamos también; creo que me sentí extrañamente identificado con él, por sobre el resto del alumnado con quienes jugaba, corría, perseguía, saltaba de mil rudas maneras.

Se llamaba Camilo Zapata. Y todo aquel pequeño mundo musical en que vivía inmerso, todo ese extraño entuiasmo vívido y constante por el ritmo, por las viejas canciones ya casi desaparecidas, en producir, movido por quién sabe qué urgencia interior, las variaciones de esas melodías tan sólo escuchadas en los caminos agrestes, en los apartados ranchos de nuestro paisaje rústico, en las romerías patronales del pueblo, eran indudablemente las primeras manifestaciones  de una realidad creadora que desde entonces pugnaba por brotar en un corazón de profunda raigambre nicaragüense de su espíritu fino y sensitivo, que desde aquella época, quizá de mucho antes, recogía sin saberlo y acumulaba en su sentimiento de artista lúcido y permeable, para hacerles florecer imponentes, singulares y bellas, algún día en el tiempo.

Resulta inolvidable su figura esmirriada con una permanente alegría y sus manifestaciones artísticas elemetales que, posesionándolo, surgiéndole desde lo hondo de su sensibilidad, nos envolvían y saturaban de un gozo íntimo ante la permanencia de una realidad musical nativa y recóndita.

Así que ulteriormente, todavía en la incipiente adolescencia, entre innumerables escolares de múltiples, raras, grotescas, admiradas, hilarantes, curiosas características, ya arrastrado a otros planos por la vida imprevisible que a todos nos separaba, siempre recordé a mi singular compañero de clase, el flaquito aquél de Camilito, el que cantaba, el que musicaba el ambiente del aula, el que llenaba a raudales con modulaciones callejeras el recinto escolar, tedioso de perennes calculaciones numéricas, de gramatiquerías aburridas.

El terremoto de 1931 acabó por separarnos. Mi familia se trasladó a León, y yo entre nuevos condiscípulos y ambiente y costumbres que eran extraños a mi manera de ser “managua”, de repente lo echaba de menos en mi escuela leonesa. ¿Dónde estará Camilito Zapata?

Vuelto a la capital y ya egresado del Instituto, comencé a oir de nuevo su nombre memorable. Pero esta vez en alas de la fama, asociado ya a una música concreta, a unas melodías consistentes, definidas, avasalladoras por entrañables, inconfundibles a pesar de su sabor vernáculo y que daban, no obstante, una delectación nueva a la música aborigen nicaragüense.

Era el mismo Camilo Zapata de antaño, de 15 años antes, que por fin se había logrado en definitivas floraciones gloriosas de arte nacional; el chavalito que en nuestra niñez luchaba a corazón partido por concretar aquel aliento informe y telúrico que le bullía en el alma, y que hasta entonces ningún otro artista había conseguido revivir y armonizar con insigne pureza: el habla popular y los sonidos sentimentales de los instumentos autóctonos nicaragüenses.

Allí estaban, en aquellas raras obras primigenias, toda nuestra picaresca rural, nuestro sentimiento ciudadano y nostálgico por el campo abierto y florecido, el buen humor, la visión del poeta campisto, el “deje” melancólico que en el fondo denota a la raza sufrida y ancestral, la desaparición conmovedora –por lo sencilla y profunda- del rancho, el patio predispuesto para el baile de zapateo, del llano solitario y tristón, de los humildes peones y sus aperos, la querencia por las bestias de corral, los ingenuos amores campesinos, en fin, toda una diferente presencia de la fisonomía popular y artística de Nicaragua.

Recuerdo un crónica mexicana de viaje del poeta Emilio Quintana, a principios de los años 40, donde contaba que encontándose errabundo por una barriada del Distrito Federal, escuchó de pronto a lo lejos una melodía rasgueada por guitarras, susurrada por violines y entonada por populares charros, que le dejó transido el ánimo. “¡Ese es Camilo Zapata!, exclamó, ¡Y ese es el Caballito Chontaleño!” Caminó precipitadamente e interrogó a los cantores. “No sabemos de quién es”, le contestaron; parece que unos compañeros la recogieron en Guatemala y ahora la cantamos por aquí.”

Por todo ello, y por algunas razones de orden emotivo y estético, pienso que ahora que todos, amigos fervorosos e innumerables oyentes, que hoy rubricamos entusiastas sus 70 años, en realidad no hacemos más que reseñar pasajeramente una etapa común en el tiempo y en el arte nacional. Porque sucede que Camilo Zapata es intemporal, y su música y sus canciones insignes así lo revelan, convertidas ya en folklore puro, en poesía anónima, rodando por los infinitos caminos de América, propagando el alma sensitiva y libre de los nicaragüenses.

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