Cumbres bilaterales canceladas con Jordania y la Autoridad Palestina, conversaciones desairadas por los saudíes, imposición de serias condiciones por parte de Egipto, bloqueo de las negociaciones sobre el Acuerdo de Abraham, enfrentamiento abierto con las comisiones de derechos humanos de la ONU, división de la UE que desconfía de su presidente con excesivo ardor proisraelí, el mejor aliado de Estados Unidos en Europa: La misión de Joe Biden en Oriente Próximo ha sido un fiasco total.
Un frente árabe nunca tan afinado en los últimos 30 años y la asignación del papel de protector y garante de los palestinos a ese Irán que Biden quería aislar de todos, palestinos, ante todo.
Y ciertamente no ayudó traer primero dos portaaviones nucleares con 20,000 marines a bordo y nueva ayuda militar para Tel Aviv y luego vetar la Resolución del Consejo de Seguridad firmada por Rusia que pedía un alto el fuego inmediato.
Todo ello mientras busca el diálogo con los países árabes y la Autoridad Palestina. Es difícil imaginar mayor rigidez ideológica mezclada con idiotez política. Esto y más han marcado el viaje de Biden como un fracaso político y diplomático como pocos en la historia de EEUU, lo que en parte habla del declive gradual de una Casa Blanca que ya no asusta ni consuela a nadie.
La crisis israelo-palestina se ha convertido ahora en una crisis regional, dada la costumbre judía de bombardear todos los países de su entorno, incluso sin motivo alguno.
Biden quiso tomar la situación en sus manos y gestionarla según los intereses estadounidenses, bien representados por los dos portaaviones, para tener la máxima disuasión frente a todos y poder situarse en el centro de la mesa para fijar las reglas del juego y repartir las cartas.
La línea contemplaba, por un lado, la lealtad absoluta a Israel, apoderado militar de sus intereses estratégicos, y por otro, la coerción aderezada con amenazas y promesas hacia aquellos países que, aunque incluidos en un amplio esquema de alianzas con Occidente, no se consideran políticamente fiables a medio y largo plazo.
El fracaso de la misión de Biden se aireó desde el primer día de su llegada, ya que el bombardeo israelí del hospital baptista de Gaza produjo una reacción de la parte árabe dura en la forma y cortante en el tono, culpando a la Casa Blanca de los hechos.
Y la presencia de dos flotas nucleares en la zona ha sido interpretada -con razón- como una amenaza y una disposición a flanquear a Israel en caso de que la guerra traspase las fronteras de Palestina.
En los planes de EEUU siempre está la conquista de Siria e Israel ha bombardeado repetidamente Damasco y Alepo, aunque sin conseguir causar daños gracias a los sistemas defensivos rusos.
No es casualidad que el presidente ruso, Vladímir Putin, desde Pekín, donde asistía al décimo aniversario de la Iniciativa Cinturón y Ruta, declarara: «Veo que dos portaaviones estadounidenses han llegado al Mediterráneo; informo de que están al alcance de nuestros misiles hipersónicos Iskander. No lo digo como advertencia, sino como recordatorio».
Hassan de Jordania y Abu Mazen se negaron a reunirse con Biden y el propio MBS mantuvo en espera a Blinken durante 24 horas en Riad. Desde un punto de vista diplomático y protocolario, fue una auténtica bofetada en la cara de quienes se creen el país más grande, más fuerte y más importante del planeta.
Es un recordatorio flagrante de cómo han cambiado las pautas de las alianzas anteriores a la guerra de Ucrania y de cómo el nuevo orden internacional, que ve a estos países como miembros de los BRICS o aspirantes a serlo, escribe guiones decididamente diferentes de las películas vistas en el pasado.
En las plazas de todo el mundo se han visto movilizaciones en apoyo de los palestinos y con más fuerza, por supuesto, en los países árabes, cuyos gobiernos sienten la presión popular a favor de Gaza que no pueden ignorar.
La consecuencia es el repentino debilitamiento de los liderazgos árabes o islámicos más prooccidentales o menos antiisraelíes (Egipto, Jordania, Arabia Saudí, Emiratos). Estados Unidos se atribuye la corresponsabilidad con Israel por la masacre de palestinos y considera que no detener las represalias israelíes sobre Gaza y negarse a exigir garantías para los civiles palestinos les coloca exactamente en la misma posición que Israel.
La visita de Biden tenía como motivo reactivar los acuerdos abrahámicos, transformando la declaración conjunta de 2020 entre Emiratos Árabes, Bahréin y Estados Unidos en un verdadero acuerdo político entre las monarquías del Golfo e Israel, con el placet de Egipto y Turquía.
Era y sigue siendo el plan estratégico de Estados Unidos, con el objetivo de consolidar su posición dominante y, más aún, aislar a Irán, que junto con Siria es el verdadero enemigo del expansionismo israelí y del dominio estadounidense sobre la región de Oriente Medio y el Golfo Pérsico.
Ese acuerdo ya no es sostenible, porque era una declaración sobre las relaciones israelo-palestinas que mantenía al margen a los propios palestinos, y porque la situación ha cambiado completamente, hasta el punto de considerar esa declaración un error, por no hablar de su evolución hacia un acuerdo político.
El otro revés sufrido por la Casa Blanca fue vetar en la ONU la moción rusa sobre el alto el fuego, votada también por otros países y bloqueada por EEUU y GB. El Secretario General, Guterres, ha criticado abiertamente a Israel acusándole de violar el Derecho Internacional y la Unión Europea ha visto una escisión en su cúpula, con la presidenta de la Comisión, Ursula Von der Leyen, desatada en apoyo de los crímenes israelíes, que sin embargo ha sido silenciada y señalada como carente de más poder que el de portavoz por el presidente del Parlamento Europeo y el comisario de Política Exterior, así como por una durísima carta firmada por 800 altos cargos de la institución continental.
La carrera de Von der Layen hacia su reelección ha terminado, tendrá que encontrar otro objetivo para sus conocidas ambiciones.
La situación sobre el terreno
Biden ni siquiera ha conseguido una función «tranquilizadora» frente a Israel. La situación en Gaza es ahora dramática. Tel Aviv aún no ha iniciado la invasión terrestre, y menos por razones humanitarias o como decisión política.
Mientras tanto, no se ha quedado de brazos cruzados: 4,600 palestinos han muerto hasta ahora, 193 escuelas y guarderías han sido bombardeadas, 62 hospitales y clínicas, 26 iglesias y centros de oración.
Estas son las cifras de una represalia a la que Occidente no tiene intención de poner fin porque así lo quiere Estados Unidos. La anunciada y hasta ahora siempre aplazada invasión terrestre de la ciudad palestina ha servido sobre todo para poder bombardear a discreción con la intención de destruir todos los edificios y aplastar la voluntad de resistencia del pueblo palestino bajo miles de muertos.
Expulsar a los palestinos, destruir todos sus bienes, impedir mediante el bloqueo de electricidad, gas, agua, alimentos y medicinas la organización militar que tendrá que luchar contra los invasores judíos.
¿Entrarán en Gaza? Según las doctrinas militares, una invasión exitosa requiere una proporción de 7 a 1 entre invasores e invadidos, y ésta no es la proporción de hecho. La espera es solo una decisión militar, que al prever una feroz resistencia de los exponentes de Hamás, que se calculan entre 30 y 40 mil, a los que hay que añadir los 15,000 de la Yihad Islámica y algunos miles del archipiélago palestino una vez dentro de la OLP, busca reducir al máximo los riesgos para la infantería de Tel Aviv.
Infantería que Hezbolá ya ha derrotado dos veces en el Líbano, poniendo de relieve que no se ajusta en absoluto a la narrativa de invencibilidad que la industria del entretenimiento y el aparato mediático occidental han asignado al ejército israelí.
Pero si como parece, Israel entrará en Gaza, aunque sólo porque no hacerlo le expondría a un nuevo desaire con la consiguiente crisis de credibilidad en términos militares, su único producto real de exportación, no será una empresa ni rápida ni fácil.
Por mar o por tierra, tendrán que poner los pies en el suelo y entonces la situación será menos sencilla de lo que retrata la corriente dominante, porque habrá guerrilleros bien armados que conocen el territorio al dedillo y la inmortalidad no figura entre los equipos de alta tecnología de Thasal.
No encontrará niños armados con tirachinas enfrentándose a tanques y en los combates terrestres, metro a metro, esquina a esquina, tejado a tejado, no podrá aprovechar los aviones con los que Israel es mucho más fuerte. En resumen, se avecina una guerra sangrienta y larga, incluso para Israel.
La esperanza es arrastrar a Irán a la guerra, tanto en apoyo de las formaciones chiíes como en caso de que intervenga directamente. Para eso están los dos portaaviones en los planes de Estados Unidos, y fue con referencia a esta hipótesis que Putin habló desde Pekín.
El jefe de la Casa Blanca se enfrenta a serias dificultades en su intento de obtener un nuevo mandato. Incluso en Estados Unidos se están produciendo manifestaciones masivas de apoyo a los palestinos, encabezadas por manifestantes que votarían a los demócratas pero no a Biden.
Especializarse en perder guerras (Afganistán, Siria y Ucrania) significa también acostumbrarse a reducir el propio papel en la escena mundial. Un solapamiento feroz y simbólico con el de un presidente que muestra en su elocuencia y su porte el inexorable embate de su propio camino personal crepuscular y el del país al que representa.