San Jacinto y Tata Lolo Estrada: Revisitados

La batalla de San Jacinto, del 14 de septiembre de 1856, ganada por el coronel José Dolores Estrada, significó el deseo de vencer y de ser libre en un pueblo sometido.

Ernesto de la Torre Villar

(historiador mexicano)

I

SAN JACINTO fue el resultado de seis meses de resistencia del Ejército del Septentrión al filibusterismo. Organizado por los generales Tomás Martínez y Fernando Chamorro en el Norte del país, sus oficiales legitimistas declararon en Matagalpa —el 20 de abril de 1856—, estar dispuestos a sostener, hasta derramar la última gota de sangre, la independencia nacional.

Quienes ignoran este origen inmediato no ubican correctamente la memorable batalla, que no lo fue en términos específicos, y quizás no llegue siquiera a categoría de combate, según Adolfo Ortega Díaz en artículo de 1928; pero fue la primera jornada que se ganó en América contra la esclavitud: ¡está antes que Gettysburg! (la batalla del 1º al 3 de julio de 1863, en la cual el Ejército Federal derrotó al de la Confederación del Sur de los Estados Unidos, constituyendo una derrota determinante del esclavismo). De manera que San Jacinto, no obstante su ínfima dimensión, la precede.

Mas, para ubicarla en su momento histórico preciso, es necesario recordar que el 20 de junio del 56 ––el presidente Patricio Rivas (al frente nominal del gobierno de la coalición controlado por William Walker desde el 23 de octubre de 1855) destituyó al filibustero, quien se vio libre de realizar su verdadero proyecto esclavista. O sea: convertir a Centroamérica en un territorio al servicio de la causa del Sur. De ahí que haya llegado a visitarle y a auxiliarle el 20 de agosto de 1856 Pierre Soulé —Senador del Estado de Louisiana—, considerado —según un periódico hispanoamericano— campeón perdurable de la anexión de Cuba para aumentar el número de los Estados Libres en que se hiciera eterna la esclavitud. El 12 de julio del mismo 56, como es sabido, Walker había tomado posesión de su presidencia espuria y no por casualidad la bandera de Nicaragua, enarbolada por las fuerzas walkeristas, fue sustituida por una nueva en que la franja blanca era más el doble de ancho que las azules y, en vez del viejo escudo federal con cinco volcanes y la leyenda Dios, Unión, Libertad, llevaba una estrella roja de cinco puntas.

En los últimos días de julio una partida de 60 hombres —entre soldados filibusteros y mozos de campo, a las órdenes de Ubaldo Herrera— merodeaban en las haciendas a orillas del Lago de Managua para proveer de bestias y reses al ejército filibustero. Volvían desprevenidos arriando los animales robados cuando un grupo de 25 sabaneros los atacó de improviso persiguiéndolos y echando al aire sus sogas. Herrera y seis filibusteros fueron lazados y muertos el 2 de agosto. Siete días después ––el 9 de agosto de 1856–– un representante de las clases populares, el capitán Dámaso Rivera, dirigía la poca conocida refriega de Cunaguás, en la jurisdicción de Acoyapa, consistente en una carga a la bayoneta que produjo 21 filibusteros muertos, además de esta arenga ––para nosotros memorable— al final de su parte de guerra: Es imponente el filibustero en presencia del soldado de la patria. Atacad, nicaragüenses; una fe mercenaria poco da que temer el valor. Por victoria hallará el escarmiento, y su triunfo será el deshonor. Pero Rivera era aun combatiente de las filas legitimistas.

Las dos acciones: 5 y 14 de septiembre

Sin el contexto anterior no se puede comprender la batalla de San Jacinto el 14 de septiembre de 1856, precedida de un primer rechazo el 5 del mismo mes a los filibusteros. Estos, dejando seis muertos en el campo, se llevaron sus heridos. Dos horas y media de fuego nutrido duró esa acción en la que los atacantes abandonaron armas, cantidades de municiones y otros pertrechos. En su parte oficial, el coronel José Dolores Estrada refirió desde San Jacinto ––desplazado allí para impedir el merodeo filibustero–– que en su huida los atacantes dejaron quince rifles, muchas paradas, cuatro espadas, un botiquín con su correspondiente repuesto de medicinas, un estuche de cirugía, quince bestias mulares y otras tantas caballares con sus correspondientes monturas, diez botes de latas y otros muebles de menos importancia como chamarras, gorras, sombreros, cuchillos, espuelas, botas y pistolas descompuestas. Los defensores sufrieron un muerto y tres heridos. El coronel Edmund H. McDonald comandaba la fuerza walkerista.

Habiendo reconcentrado a casi todos sus soldados dentro de la hacienda, las pérdidas del coronel José Dolores Estrada fueron mínimas. En su auxilio, el 11 llegó a San Jacinto un contingente escaso de indios flecheros de Matagalpa, al mando del capitán Francisco Sacasa; pero no quedó prueba documental de que hayan participado en la acción, excepto su jefe, de acuerdo con el soneto del poeta Juan Iribarren (1827-1964), subtitulado “Al joven Francisco Sacasa, muerto de una herida recibida el 14 de septiembre de 1856, después de haber peleado como un bravo en la Plaza de Granada en 1854 y de haber sido herido allí en dos ocasiones”:

Por dos veces en lucha fratricida

Derramaste tu sangre generosa;

Mas dos veces la muerte sospechosa

Su guadaña depuso tan temida.

¡Ah!… no debía tan preciosa vida

Extinguirse en contienda tan odiosa,

No debía una tumba tenebrosa

A tus restos servirles de guarida.

Una página de oro en nuestra historia

Reclama tu espada vencedora,

Y debía un laurel de eterna gloria.

Tus sienes coronar en tu última hora.

Disputando tu patria al extranjero

Exhalaste tu aliento postrimero.

Desde el 12 de septiembre los filibusteros organizaron en Granada otra expedición a San Jacinto. En Tipitapa, la mañana del 13, se incorporó el coronel Byron Cole, a quien le ofrecieron el mando. Cole había recorrido varios lugares de Chontales con el objeto de conseguir ganado para el ejército walkerista. Por lo menos 65 filibusteros (probablemente más) llegaron a las 5 de la mañana, deteniéndose unos momentos para disponer el plan de ataque. Este tuvo dos momentos: el primero de tanteo por las tres columnas —dirigidas por los oficiales O’Neal (mayor), Watkins (capitán) y Milligan (teniente)—; y el segundo de penetración por el punto vulnerable: la trinchera del lado izquierdo de los defensores.

Estos se organizaron también en tres grupos, aprovechando las características del sitio y rechazando tres veces la embestida; a la cuarta, Estrada concibió un efectivo movimiento envolvente enviando a Bartolo Sandoval, Liberato Cisne, José Siero, Tomás Fonseca y Juan Estrada con 17 hombres, detrás de la Casa-hacienda, para atacar sorpresivamente a la bayoneta. A ello se sumó la estampida de caballos, al servicio de los soldados de San Jacinto, que determinaron la fuga de los atacantes. Al respecto, reconoció el mismo Walker:

La retirada de los voluntarios de San Jacinto fue irregular y desordenada, y en soldados como los que tenía McDonald en Tipitapa, la llegada de los derrotados causó un efecto alarmante. Fue tal el pánico que destruyeron el puente del río para que no lo aprovechase el enemigo […] La noticia de la defensa de San Jacinto alentó mucho a los Aliados.

Trascendencia de San Jacinto

A raíz de la segunda acción de San Jacinto, el jefe de los filibusteros e iniciador del movimiento esclavista en Nicaragua, Byron Cole, cayó muerto bajo la cutacha de Faustino Salmerón, uno de los campesinos mestizos que lo capturaron en la hacienda de San Ildefonso, a cuatro leguas de San Jacinto. A este acto justiciero ––observa Aldo Díaz Lacayo––, “se debe que el Ejército Aliado cobrara conciencia de la oportunidad para iniciar el ataque a las fuerzas de William Walker”.

En realidad, el encuentro bélico fue desigual entre los patriotas con fusiles de chispa y los invasores del Destino Manifiesto con sus rifles de repetición Mississippi y revólveres Colt; superioridad de las armas que fue desvirtuada por el ardor patriótico y la habilidad táctica de los nicaragüenses. Cinco horas había durado el combate: de las siete a las once de la mañana. Y en ella se destacó Andrés Castro, quien mató de una pedrada al filibustero Isidore Peilson, mientras saltaba una trinchera. San Jacinto ––reconoció Ricardo Fernández Guardia, historiador costarricense–– tuvo una inmensa resonancia en Nicaragua; no obstante la cortedad numérica de las fuerzas que en él tomaron parte, contribuyó a desalentar a los filibusteros y a dar ánimo a los centroamericanos. Muy anteriormente, José D. Gámez lo había señalado, agregando que dicho combate dio el convencimiento de que los filibusteros no eran invencibles.

Aunque el número de los combatientes y el de las bajas fueron apreciablemente mayores en otras acciones de la guerra contra Walker, la de San Jacinto no cede el primer lugar a ninguna en importancia. Los dos combates de San Jacinto, considerados como una sola batalla en dos etapas, fueron los únicos de la Guerra Nacional en los cuales nicaragüenses y estadounidenses se enfrentaron sin auxiliares, quedando una resonante victoria de los nuestros. Es por ello que ha pasado a ser el acontecimiento más memorable en la historia patria nicaragüense; Andrés Castro, valiente sargento primero que derribó a un filibustero de una pedrada al faltarle fuego a su carabina, se inmortalizó como espléndido símbolo de esa lucha que elevaría la moral de la resistencia antifilibustera de Centroamérica.

Según El Nicaragüense, los filibusteros que tomaron parte en la batalla fueron 64 e incluían un coronel (Byron Cole), un mayor, cinco capitanes, siete tenientes, dos sargentos, un cabo, dos médicos, un agrimensor y un músico o corneta (W. A. Sawyer). En su parte oficial, el comandante de la División Vanguardia y de Operaciones del Ejército del Septentrión, coronel José Dolores Estrada, afirmó el propio 14 de septiembre: Yo me congratulo al participar el triunfo adquirido en este día sobre los aventureros. Doce muertos tuvieron los atacantes (más 12 heridos y 3 desaparecidos) contra cincuenta y uno de los defensores. Añadía Estrada: Se le tomaron, además, 20 bestias, entre ellas algunas bien aperadas (…); 25 pistolas de cilindro [revólveres Colt] y hasta ahora se han recogido 37 rifles [Mississippi], 47 paradas, fuera de buenas chamarras de color, una buena capa, sombreros, gorras y varios papeles que se remiten. Dicho parte ––en palabras de Luis Alberto Cabrales–– “es un documento revelador del carácter austero y modesto de su autor. No hay en él una sola expresión de vanagloria personal. Todo el mérito lo hace recaer sobre sus oficiales para quienes tiene los mejores elogios. Para él, nada”.

II

La gesta de San Jacinto perdura en la memoria de los nicaragüenses y su principal héroe —Tata Lolo Estrada, entonces de 64 años— ha merecido la glorificación por sustentadas razones. Realmente, José Dolores no era un militar improvisado: acumulaba una trayectoria apreciable. Mulato, había nacido en Nandaime el 16 de marzo de 1792 y tomado parte en las asonadas preindependentistas de 1811-12. El 9 de agosto de 1851 fue nombrado Capitán de la Compañía del Medio Batallón de las Milicias de Managua. En la guerra civil de 1854 peleó al lado del bando legitimista. Pequeño propietario agrícola —y por tanto en mayor contacto con el pueblo— antes de San Jacinto ya era una personalidad: valiente, respetable y popularmente querido.

Escasamente letrado, él no era un hombre de ideas, sino de principios: honestidad y rectitud ante todo. Por eso resistió en San Jacinto hasta tomar la decisión cumbre de su vida: resistir hasta la muerte. “¡Firmes! —gritaba a sus soldados—, ¡firmes hasta acabar el último!”, según lo reveló su primer biógrafo, amigo y protector Faustino Arellano Cabistán.

¿Héroe al gusto?

A este y a Jerónimo Pérez, cuñado del presidente Martínez, se les debe en 1860 ––y en Managua–– la iniciativa de transformar en fiesta cívica la conmemoración de San Jacinto mediante una suscripción pública entre sus amigos en el gobierno. El 14 y 15 de septiembre de 1861, por ejemplo, fueron celebrados en Granada con el júbilo digno de tan grandiosos recuerdos, según crónica de Rafael Castillo inserta en el periódico La Unión de Nicaragua el 19 del mismo mes y año. Estrada, pues, resultó ajeno a estas actividades semioficiales. Además de un baile juvenil, el 14 participaron en la celebración tanto el cuerpo militar como lo escogido del vecindario. Y luego se realizó un paseo callejero con música, en el cual fue pronunciado este brindis:

Al invicto General

Que en su luciente acero

Enseñó al filibustero

Lo que es la Libertad;

Dediquemos esta fiesta

En ese día de gloria

Y que dure en su memoria

Por toda la eternidad.

Pero Tata Lolo no era oligarca, como se ha afirmado. ¿Oligarca un mulato pobre que se vio obligado, desde muy joven, a insertarse en una de las capas medias coloniales como era la milicia? ¿Alguien escasamente letrado que no poseía casa propia hasta que uno de sus más cercanos admiradores le donó una para que viviera con su hermana Magdalena? Por tanto, la figura histórica de Estrada no requería reelaboración, ni fue  ––como Juan Santamaría en Costa Rica–– inventado como héroe al gusto de los gobiernos de su país a finales del siglo XIX.

Su acción se reconoció inmediatamente a nivel nacional y centroamericano. El 6 de octubre de 1856 fue recibido en Masaya al mando de su tropa “orgullosa, coronadas las armas con ramas y flores, entre dos filas de aliados que vitoreaban a sus amigos vencedores”. El 25 de junio de 1857 fue nombrado General de Brigada el gobierno binario, o chachagua, de Martínez y Jerez, en virtud de los relevantes méritos que contrajo en la guerra contra los filibusteros, especialmente en las acciones del 5 y 14 de septiembre ppdo. en los campos de San Jacinto. El 15 de marzo del año siguiente el gobierno de Guatemala le otorgó la Cruz de Honor. El poder legislativo de El Salvador, en la misma fecha, le nombró General de División y el de Costa Rica, el 22 de mayo del 58, lo condecoró con otra Cruz de Honor. Casi un año después, la república de Nicaragua reconoció como deuda pública extraordinaria, a favor del general don José Dolores Estrada, la cantidad de novecientos diecinueve pesos tres reales sencillos en compensación, de los perjuicios que sufrió durante la última guerra civil.

Recordemos, además, el poema de Jerónimo Pérez titulado “Recuerdo / al Señor General José Dolores Estrada del triunfo adquirido sobre los filibusteros el 14 de septiembre del año próximo pasado”. Las dos primeras de sus cuatro estrofas decían: Este sol que hoy ves en el recinto / Del horizonte que su luz argenta, / es el mismo sol que en San Jacinto / Del yanqui fiero presenció la afrenta… // Cuando tú, General esclarecido, / Con cien campeones en gloriosas lides, / Bravos e invencibles adalides, / Hiciste al yaqui correr despavorido. Igualmente, el de Agustín Alfaro, en conmemoración del quinto aniversario del combate de San Jacinto:

Catorce de septiembre, la patria te saluda,

la patria entusiasmada se goza en tu esplendor,

la patria con tus rayos parece que se escuda

del vándalo del Norte, del Yankee asolador.

Catorce de septiembre: nos diste una victoria,

salvaste del oprobio la América Central,

y en páginas sangrientas nos legas una historia,

que dice que espiraste y que eres inmortal.

En ella verán siempre los siglos venideros

flameando la bandera que Estrada enarboló,

que bravos defendieron tiñendo sus aceros

los leales a la patria que Walker codició.

Esos salvajes blancos, oprobio de la civilización

Otro texto digno de consignarse, por reflejar el valor y fervor patrióticos de Estrada, fue el siguiente “Llamado a las armas”, redactado en octubre de 1860 (ya tenía 68 años) cuando Walker intentara, por cuarta y última vez, apoderarse de Nicaragua:

Llamado por el Supremo Gobierno para ponerme al mando de vosotros, pudiera haberme excusado por mi avanzada edad e invalidez; pero, comprendiendo lo grave del peligro con que está amenazada por los filibusteros nuestra Independencia, me consideraría criminal si no tomase parte en su defensa, para lo cual me siento con el vigor y la fuerza de un joven.

A tan parentorio llamamiento del Supremo Gobierno, en nombre de la Patria, no podíamos menos que correr presurosos a empuñar el arma; debemos, pues, estar listos para ocurrir a donde nos llame el peligro; acaso a nosotros esté reservada la dicha de dar principio a la campaña y quemar las primeras cebas contra esos salvajes blancos, oprobio de la civilización. Nuestros compañeros de armas de Occidente, Septentrión y Mediodía, se preparan también para tan gloriosa lucha, y pronto celebraremos unidos el triunfo de la Patria.

Soldados: espero seréis fieles a la causa que vamos a sostener; ella es santa, como quien consiste en la defensa de nuestra religión, de nuestras instituciones y del honor y bienestar de nuestras familias. Por desgracia carezco de conocimientos en el arte de la guerra; pero tengo un corazón que es todo de mi patria, y resuelto estoy a sacrificarle en sus sacrosantas aras.

En los riesgos y penalidades de la guerra, siempre estará con vosotros y por vosotros vuestro compañero y amigo.

José Dolores Estrada

Comandante de la Fuerza Expedicionaria”.

Yo sé prácticamente cuál es el premio que se da a los que se sacrifican por la Patria

Con Fernando Chamorro Alfaro, Estrada se opondría en 1863 a la reelección del presidente Tomás Martínez, quien les despojó de sus rangos militares. Luchaban, por tanto, contra el viejo amigo y compañero de armas defendiendo el principio republicano de la no-reelección. De su exilio en Costa Rica, se conserva un daguerrotipo suyo ––o única fotografía auténtica–– remitida desde Puntarenas a una señora de Nicaragua con la siguiente dedicatoria escrita al reverso: “A mi adorada Manuela Torrealba”. Pero Tata Lolo fue célibe. También de esos años datan siete cartas, dos de ellas significativas. En la del 23 de julio de 1866, suscrita en Santa Cruz, Guanacaste y dirigida a José Pasos   ––uno de sus amigos–– informó: Yo estoy haciendo aquí algún limpiecito para ver si puedo sembrar unas matas de tabaco. Como se ve, no opta por el extranjero arrimo oficial, ni se dedica a una parasitaria holganza, sino que busca un terreno donde sembrar para sostenerse con decoro e independencia.

Y en la carta del 14 de febrero de 1868, enviada a otro estimado amigo desde San José, dice: No había contestado su apreciable carta de fecha pasada por graves quebrantos no tanto de cuerpo como de espíritu. Me habla usted de mis amigos de Nicaragua y de cómo consintieron ellos en mi destierro. Amigos casi no me quedan allá y los dos o tres que me restan, hermanos los llamo yo, pues que ellos me mantienen las necesidades materiales, y con sacrificios también me mandan ilusiones para el alma. Y agrega: No crea yo que culpo a mi Patria por lo que me sucede; no; si tuviera ocasión haré lo que sea mi saber de patriota con la misma fe, sin la esperanza que me sea pagado. Yo sé prácticamente cual es el premio que se da a los que se sacrifican por la patria. // Gracias por tanta generosidad suya al enviarme los veinte pesos con que me favorece. Su obediente servidor, José Dolores Estrada.

La conmemoración de la acción bélica de San Jacinto y el culto cívico a Tata Lolo ––antes y después de su fallecimiento el 12 de agosto de 1869–– se entronizó en la conciencia del pueblo y de los gobiernos. El escritor Enrique Guzmán anotó: Con la muerte del Cincinato nicaragüense perdió la Nación el más valiente y abnegado de sus hijos, aludiendo a Cincinato, general y político romano, cónsul en 460 antes de Cristo que labraba el campo cuando llegó la Embajada del Senado para comunicarle que le había sido otorgado el poder; venció y volvió a empuñar el arado.

El gobierno de Fernando Guzmán, que le había nombrado Comandante en Jefe del Ejército, le tributó honrosos funerales y decretó el 4 de mayo de 1870 la compra de una lápida que llevaría esta inscripción: Al ilustre General José Dolores Estrada. La Patria agradecida. En el de Roberto Sacasa hizo lo mismo con un monumento en la capital a la memoria de todos los jefes, oficiales y soldados que tomaron parte en la Jornada de San Jacinto (Gaceta Oficial, año XXXI, núm. 18, 8 de mayo, 1893). En el de J. Santos Zelaya, uno de los barcos de nuestra marina de guerra fue bautizado San Jacinto. Y, para poner solamente un cuarto ejemplo, en 1917 ––durante la restauración conservadora–– se instauró la Jura de la Bandera, ocupando Estrada la figura central.

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