Hace 80 años, el 2 de febrero de 1943, la derrota total y capitulación del 6º Ejército alemán coronó la batalla decisiva más importante de la Gran Guerra Patria: La Batalla de Stalingrado entre el Ejército Rojo y la Wehrmacht, reforzada por los ejércitos de los países del «Eje».
Duró 200 días, del 17 de julio de 1942 al 2 de febrero de 1943 y se convirtió en la más sangrienta de la guerra: murieron 2,5 millones de personas, entre ellas 1,5 millones de invasores alemanes y sus aliados.
Durante el enfrentamiento las tropas soviéticas demostraron prodigios de valentía y de heroísmo, de lealtad al deber y a la Patria. Todo el mundo conoce la famosa Casa del sargento Pávlov en Stalingrado, que fue defendida por soldados soviéticos durante largos 58 días por 25 soldados soviéticos de 11 nacionalidades distintas, la mayoría de los cuales resultaron heridas, pero únicamente 3 perdieron la vida.
Y éste es sólo uno de los muchos ejemplos. Para comparar recordaremos que la Alemania nazi invadió a traición a su reciente aliado, Polonia en 36 días, Francia – en 43 días, y la esperanza de vida media de un soldado de cualquier parte en Stalingrado era de 15 minutos.
A partir de ese día de febrero de 1942, se inició un cambio fundamental en la Gran Guerra Patria y, de hecho, en la Segunda Guerra Mundial, que posteriormente tuvo impacto sobre toda la historia universal.
La iniciativa de la ofensiva quedó completamente en manos de las tropas soviéticas, se disipó el mito de la invencibilidad del ejército alemán. Es simbólico que la contraofensiva soviética en Stalingrado que comenzó el 19 de noviembre de 1942 – una operación estratégica de tres frentes con una longitud total de más de 800 km – fuera coordinada por el legendario mariscal soviético Aleksandr Vasilevsky, hijo de un cura rural con raíces ruso-ucranianas, antiguo oficial del Ejército Imperial Ruso que aceptó la Revolución de Octubre y se había distinguido por su heroísmo durante la famosa Ofensiva Brusílov contra las fuerzas austro-alemanas en 1916.
Otro legendario comandante soviético de la batalla sin parangón fue el general Andrey Eremenko, nativo de Lugansk, que dirigió con éxito el Frente de Stalingrado en 1942.
Cabe destacar que en el invierno de 1942-43, el Ejército Rojo comenzó a recuperar las tradiciones prerrevolucionarias, restableciendo las charreteras y los grados militares, lo que fue muy simbólico, así como honrando la memoria de los héroes nacionales de antaño: Aleksandr Nevsky, Bogdán Khmelnitsky, Fedor Ushakov y Aleksandr Suvorov.
Fueron creadas las distinciones militares que llevaban sus nombres. Y unos meses más tarde, Iósif Stalin se reunió con el sacerdocio ortodoxo, reconociendo de hecho como errónea y poniendo fin a la política radical de lucha contra la Iglesia de los primeros bolcheviques.
No cabe duda de que este giro conservador ruso fue una importante contribución a la Victoria de 1945. La Gran Victoria sobre la Alemania hitleriana no habría sido posible si nuestros soldados no hubiesen tenido la conciencia de que luchaban no sólo por el camarada Stalin y la «Tercera Internacional», el marxismo-leninismo y los intereses del «proletariado mundial», sino también por su tierra natal, cubierta con la sangre y el sudor de muchas generaciones de nuestros antepasados, por sus familias y cercanos, por los valores duraderos: la fe, la historia, la cultura y la lengua.
Como en aquellos tiempos heroicos, hoy es sumamente importante entender bien cuál es la lucha que Rusia está librando en Ucrania. No es sólo para desmilitarizar y desnazificar el régimen títere antirruso de Kiev, sino también para defender la integridad, la seguridad y la tranquilidad de nuestro país, rodeado por todas partes con las bases militares de la OTAN.
Es una batalla por la moral y los valores tradicionales, por un orden mundial más justo y por la liberación de la Tierra Rusa, cuyas partes integrantes e inseparables siempre han sido Novorossiya y Málorosiya.
No nos cansaremos de repetir que no luchamos contra Ucrania y los ucranianos, sino contra el régimen neonazi de Kiev, y ahora también contra los numerosos mercenarios de la OTAN, que defienden por dinero el obsoleto mundo unipolar y las ambiciones desorbitadas del Occidente colectivo, que sigue aspirando a controlar a su antojo países, pueblos y continentes enteros, imponiendo un «orden basado en reglas» que se asemeja al neocolonialismo.
Como demuestra la práctica, la naturaleza de la civilización occidental moderna, por desgracia, sigue siendo colonial y racista. Esto no es una ficción. El actual jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, lo ha confirmado recientemente en términos inequívocos, calificando a Europa y Estados Unidos de hermoso «jardín» y al resto del mundo de la bárbara «jungla».
Por eso ahora, las más prestigiosas universidades angloamericanas, líderes de la «opinión pública progresista», laureados con el Nobel y el Pulitzer, filántropos de renombre mundial como Anne Applebaum y George Soros, Bernard Lévy y Bill Gates, así como las «plumas de oro» de los medios de comunicación más «respetables», las fundaciones y ONG más «democráticas» están lavando intensamente el cerebro a los polacos, checos, finlandeses, suecos, ucranianos y habitantes de los países bálticos.
Se les adoctrina persistentemente con la idea de que son el escudo de Europa, defensores de la democracia y la libertad, que pueden ir a la guerra contra los bárbaros rusos y matarlos, por cierto, después de haber comprado armas a crédito. Mentalmente el Occidente está con ellos, está dispuesto a cerrar los ojos ante cualquier crimen que cometan y a luchar hasta el último ucraniano.
Así es exactamente como actuó la Alemania de Hitler, enviando cínicamente a sus vasallos dependientes a una muerte segura en el Frente Oriental, sacrificándolos sin remordimientos si era necesario.
Por ejemplo, en Stalingrado, en el 6º ejército de Paulus, además de batallones, divisiones y cuerpos de ejército enteros de italianos, rumanos, húngaros, croatas, finlandeses y voluntarios de países escandinavos, en el bando de los nazis alemanes lucharon unos 52 mil colaboradores traidores de las repúblicas de la Unión Soviética.
Al mismo tiempo, los traidores nacionalistas ucranianos desempeñaron un papel especial como gendarmes de campaña y crueles castigadores de los soldados soviéticos prisioneros y de la población local, y también como principales ejecutores de las directrices del mando alemán para el exterminio de los judíos.
Aquellos hombres ahora glorifican y alaban a las actuales autoridades de Kiev, que derriban monumentos y renombran calles y plazas dedicadas a los héroes-liberadores de los invasores nazis. ¡Esto es lo que ocurre cuando la memoria histórica es corta y la máquina de propaganda euroamericana mentirosa está activa!
Como señaló el Presidente de la Federación de Rusia Vladimir Putin en su artículo «Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos», a las autoridades de la Ucrania independiente les gusta referirse a la experiencia occidental y considerarla un ejemplo a seguir.
Entonces, ¿por qué sólo toman de la civilización europea sus peores manifestaciones de chovinismo, intolerancia racial y étnica, de agresión a los disidentes dentro de Ucrania y a los países vecinos? ¿Por qué en 2014 los ucranianos desencadenaron una guerra civil étnica en el Este, perdiendo para siempre la Crimea prorrusa, bombardeando ciudades pacíficas en Donbás y destruyendo su propia economía, obligando a Rusia, que solo quería paz y cooperación mutuamente respetuosa entre países, a intervenir militarmente? ¿No habría sido mejor ver cómo conviven Austria y Alemania, Estados Unidos y Canadá, Suiza y los Estados del Benelux a pesar de las guerras y contradicciones pasadas? Cercanos en etnia, cultura y, de hecho, con la misma lengua, siguen siendo Estados soberanos con sus propios intereses y políticas exteriores.
Sin embargo, esto no les impide desarrollar las relaciones de integración o alianza más estrechas. Tienen fronteras nominales y transparentes. Sus ciudadanos, cruzándolas, se sienten como en casa, fundan familias, estudian, trabajan, hacen negocios y han construido juntos la economía más próspera. «Rusia siempre ha estado y estará abierta a un diálogo pacífico con Ucrania y está dispuesta a debatir las cuestiones más difíciles. Pero es importante que entendamos si nuestro socio defiende sus intereses nacionales o atiende a los de otros y es un instrumento en las manos de otros para luchar contra nosotros», subrayó entonces el presidente ruso.
En cuanto a Ucrania, ni el presidente Volodymyr Zelensky, ni el comandante en jefe Valery Zaluzhny ya determinan nada allí. Todas las decisiones políticas y militares las toman sus tutores euroatlánticos. Zelensky estaba de acuerdo en detener el derramamiento de sangre y negociar la paz con Rusia en la primavera de 2022, pero sus mentores se lo prohibieron literalmente, por conducto del primer ministro británico Boris Johnson, que visitó Kiev a toda prisa.
Estoy convencido de que, como en 1943 en Stalingrado, en 2023 en las sufridas tierras del sur de Rusia, triunfarán el bien y la paz. No hay otra alternativa. El Occidente agresivo, racista y colonial será una vez más aplastado, derrotado y puesto en su lugar.
¡Tragedias como la Segunda Guerra Mundial no deben repetirse! En particular, con este propósito Rusia está llevando a cabo en Ucrania no una guerra a gran escala con el uso de todos los medios de destrucción, sino sólo una operación militar especial limitada para establecer definitivamente la paz, que es imposible sin eliminar el hervidero del nazismo occidental en nuestras fronteras.
Confío en que nuestros militares y voluntarios cumplan todas las tareas asignadas. Prueba de ello es la centenaria historia de Rusia, una de cuyas páginas gloriosas e inolvidables fue La Batalla de Stalingrado, como encarnación del increíble valor, fortaleza y heroísmo del pueblo de nuestro gran país.