A pesar del repudio internacional a su campaña de eliminación sistemática y definitiva de los palestinos, con el objetivo de borrar Palestina, ocupar sus tierras y transformarlas en territorio israelí, el gobierno de Netanyahu ha iniciado las operaciones para la invasión de Cisjordania. Así desmiente que el objetivo de Tel Aviv sea Hamas, dado que en Cisjordania gobierna la ANP.
Nadie que posea un mínimo de espíritu crítico y quiera ver la realidad tal como es, sin manipulación ni tergiversación, puede dejar de reconocer que es falsa la narrativa israelí y occidental que pretende definir como guerra lo que ocurre en Gaza. En los 596 días de masacre no hay solo huellas de guerra, en el sentido común del término. Toda evidencia apunta, en cambio, a un genocidio.
Y es correcto hablar de genocidio no solo porque la cantidad de víctimas es tan desproporcionada en relación con la población total, sino porque el proyecto estratégico israelí prevé, en el mejor de los casos, la deportación de los palestinos y, en el peor, la “solución final”, con las víctimas de ayer convertidas en los verdugos de hoy.
Con razón Sudáfrica, junto con otros países (entre ellos Nicaragua), ha denunciado a Israel ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya, ya que precisamente las Naciones Unidas (de las cuales la Corte es instrumento) han proporcionado una definición legal específica de genocidio. A diferencia de una guerra, por brutal que sea, se habla de genocidio cuando las víctimas civiles dejan de ser un “efecto colateral” de los combates y se convierten en el objetivo mismo. La ONU define, de hecho, el “genocidio” como una conducta o “actos cometidos con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”.
Por otro lado, definir como guerra la carnicería de Gaza sería intentar circunscribir dentro de un marco de cierta legitimidad un crimen racial y tratar de construir una narrativa inexistente en la realidad. No se puede hablar de guerra en presencia de una dinámica militar completamente asimétrica. Se trata de un país con capacidades militares más que suficientes y tecnológicamente superior en términos bélicos, que despliega aviación, marina y ejército no contra otro ejército, sino contra la población civil, y que, con precisión científica, no solo destruye cualquier forma de asentamiento urbano y toda infraestructura sanitaria que pudiera tratar a las víctimas de bombardeos indiscriminados, sino que también ataca a niños y mujeres con el claro propósito de romper la cadena generacional palestina.
Israel articula sus ataques en cinco fases sucesivas. Primero, bombardeos sobre viviendas civiles e infraestructuras públicas y privadas para matar al mayor número posible de palestinos. Después, ataques a hospitales, ambulancias, personal médico y paramédico para impedir que los heridos puedan encontrar refugio y atención. A continuación, la eliminación directa de niños y mujeres de Gaza, con el fin de impedir el nacimiento de nuevas generaciones de palestinos. Posteriormente, se impide la llegada de alimentos y agua potable, utilizando el hambre y las enfermedades como última arma para el exterminio. Finalmente, se asesina sistemáticamente a los trabajadores de la información para evitar que puedan documentar y contar al mundo el horror sionista.
El resultado de este accionar criminal, fuera y en contra del Derecho Internacional en todas sus dimensiones, coloca a Israel fuera de la comunidad internacional y sitúa a sus actores y partidarios (dentro y fuera de Israel) más allá de los márgenes dentro de los cuales se configura la condición humana.
En los últimos días, los principales apoyos de Israel -con la Unión Europea a la cabeza- han anunciado medidas administrativas para distanciarse de Tel Aviv, como la suspensión del acuerdo de asociación con Israel y otros detalles. Obviamente, no se habla de la venta de armas con las que Israel está exterminando a los palestinos, y no solo porque el negocio es el negocio, sino también porque los objetivos estratégicos occidentales de control de la zona de mayor producción y distribución de energía fósil del mundo no pueden prescindir de un papel fuerte de Israel en Oriente Medio.
Esa alianza se mide tanto en el terreno del apoyo financiero, militar y logístico como en el de la propaganda, y abarca a gobiernos y sus servicios de inteligencia, empresas del sector militar y tecnológico, y el sistema mediático. Los primeros se ocupan del respaldo político y del mantenimiento y fortalecimiento de la red de espionaje civil y militar occidental; las segundas están implicadas en los procesos de construcción de la supremacía tecnológica en el ámbito militar y de la seguridad. La falsa narrativa que acompaña la solución final del problema palestino está confiada al sistema mediático gobernado por las élites financieras y culturales firmemente controladas por el lobby sionista, cuya misión es manipular las razones, el origen y la cronología de los conflictos a través de una reconstrucción artificiosa del texto y el contexto, fundamental para manipular la narrativa.
Las almas bellas del progresismo, especialmente del catolicismo, siguen pidiendo que Europa intervenga contra Israel, imaginando que esto molesta a los europeos por un exterminio que, por primera vez en la historia, entra todos los días en los hogares a través del sistema mediático y de la red. Las crónicas del exterminio racista generan un sentido común de repulsión en la opinión pública mundial y entierran definitivamente la solidaridad emocional con el pueblo israelí y su tragedia histórica. Es Israel y su conducta, paradójicamente, quien despierta los peores sentimientos que proponen incluso un peligroso cortocircuito entre sionismo, Israel y judíos, lamentablemente no del todo infundado, tomando en cuenta la encuesta conducida en Marzo per la Penn State University de la Pensilvania y publicada por Haaretz, que estima en 82% el grado de aprobación por el actuar de Netanyahu en Gaza. Pero es inútil: Occidente no puede ni quiere renunciar a su dominio en nombre de la ética, el derecho y la justicia, todos temas que no se traducen en beneficios contables.
Las vacilaciones occidentales para sancionar a Israel con medidas económicas, comerciales, políticas y diplomáticas son ya absurdas a los ojos de la opinión pública mundial, que no entiende por qué se han emitido 21.000 sanciones contra Rusia por violaciones de los derechos humanos y ninguna contra Israel. Por otro lado, no hay rastro de sanciones contra Estados Unidos por los crímenes de guerra cometidos desde 1945, desde América Latina hasta Asia, desde Serbia hasta Libia, desde Irak hasta Afganistán y Siria. O contra Francia, desde Argelia hasta Libia. O contra Gran Bretaña, presente en cada masacre de civiles indefensos perpetrada por EE.UU., a la que añadió de su cosecha las islas Malvinas en Argentina.
Palestina enseña al mundo que hay muertos de primera y de segunda categoría. Que los derechos humanos se aplican a los blancos, occidentales y católicos, mientras que pueden interpretarse a placer para todos los demás. Que no hay ética ni razón que frene el ultraje a la soberanía. Que la inviolabilidad de las fronteras y la ocupación militar extranjera son variables políticas. Que el grado de tolerancia ante las violaciones flagrantes del Derecho Internacional Humanitario depende del nivel de los intereses económicos y geoestratégicos en juego.
Sobre Palestina se derrumba todo el andamiaje propagandístico del pensamiento único de tinte liberal, que pretende presentar la democracia occidental como única posible y que reivindica orígenes jamás demostrados en las tesis que defienden los derechos humanos. Se puede discutir sobre la separación de poderes y su autonomía recíproca, sobre la independencia del sistema financiero y sobre las reglas participativas, sobre los derechos civiles y de género, pero eso es pura academia. En realidad, la historia demuestra que los regímenes occidentales responden a los intereses del capitalismo depredador en todas sus fases y que su prevalencia, cueste lo que cueste, es la medida del grado de democracia que están dispuestos a admitir. Porque el liberalismo no tiene valores, solo intereses. Y casi siempre inconfesables.