Nicaragua, los años y la memoria

¿Cuántos años dura un crimen? ¿El tiempo histórico en el que se comete? ¿El tiempo político en el que deja huellas? ¿Cuántos años dura su recuerdo, el dolor contenido, la rabia por las víctimas inocentes? ¿Cuántos años duran las marcas de las torturas, de las violaciones, de la violencia y de la locura criminal? ¿Y cuánto dura, cuántos años dura, el odio sedimentado, a la fuerza dormido pero nunca abandonado?

Es imposible fijar un tiempo exacto si, al final, es la memoria vivida la que marca el ritmo del dolor. Así que un crimen, podemos decirlo, dura tanto como dura su memoria.

Claro está, la memoria es un tesoro con pocos compradores y muchos ladrones. Custodiarla no es fácil, aunque sea fundamental. Y la memoria nunca es abstracta: lleva consigo rostros, nombres, lugares y circunstancias que transforman a las personas en personajes, los rostros en semblantes, los hechos en acontecimientos.

Sirve que todos conozcan lo que fue, para entender de donde viene lo que se vive y hacia dónde se puede mirar. La memoria habla de lo que las víctimas exigen que se aclare, y de lo que los verdugos piden que se silencie.

Desde aquel maldito Abril de 2018 han pasado siete años: no pocos, ni muchos, simplemente siete años. Pocos para ser patrimonio de la posteridad, muchos para quizá seguir siendo memoria viva. Sin embargo siete años son pocos en la historia de un pueblo, pero el significado paradigmático de aquellos acontecimientos les confiere un valor estratégico. El de haber redescubierto a los sembradores de odio que el 2018 parecían enterrados por la concordia nacional, y de haber obligado por ello a los guerreros de la paz a restablecer el orden frente al caos.

Quemaban y destruían todo, con una ansiedad nihilista cuyo propósito era asustar, aterrorizar, con el objetivo de expulsar al gobierno revolucionario, como si este no tuviera recursos humanos, fuerza política y militar. Tan estúpidos como feroces, los nuevos contras no supieron dar un sentido político a la violencia y tampoco lograron mostrarse como una alternativa creíble. Se apoyaban en los medios internacionales, no en el pueblo nicaragüense.

La canalla había equivocado sabiduría por titubeo, sentido de responsabilidad por indecisión, arte de gobernar por confusión. Creían que la paz, apuesta histórica del sandinismo, era sinónimo de debilidad, que el diálogo era un refugio para la fragilidad. Pensaban que el dinero y las túnicas bajo las cuales se escondían les darían el pase libre para canalizar su odio hacia la política. Un error cabal, ante que un crimen.

Un pueblo atónito e incrédulo ante tanta barbarie pidió a su líder recuperar la vida, secuestrada por el horror. Y así fue. Cuando el Comandante dio la orden de detener el horror y devolver la paz, de enterrar el miedo y repristinar la tranquilidad, no fue difícil encontrar a los justos. La urgencia marcaba el tiempo, y los justos llegaron, en moto y en camionetas, para arreglar esa humanidad malograda. No fue difícil movilizarlos, lo difícil quizá fue detenerlos.

Los justos provenían cargando memoria de las montañas que habían dejado en 1990. Habían vuelto a casa, pero respondieron nuevamente al llamado, una vez más para compartir su destino con el del país. Llevaban tiempo esperando esa orden, impacientes por poner fin al sufrimiento, intolerantes a la vista de las calles invadidas por la canalla somocista y convertidas en lugares de terror.

Ese destino, el de los justos, merecería contarse con un cálculo diferente. ¿Cuántos años hacen falta para superar el haber tenido que ponerse nuevamente el traje del castigo? Sí, muchos años después y muchas lágrimas derramadas aún, el deber tuvo que imponerse otra vez para frenar todo abuso. Esas camisetas celestes, casi del mismo tono azul del cielo de la Nicaragüita, los identificaban.

Los semblantes de los justos rara vez tienen colores opacos, porque sus ojos buscan la luz, colores profundos, nada vacilante, nada indeciso, cero dudas y cero tolerancia. Las mangas de esas camisetas cubrían brazos y manos fuertes, porque se necesita fuerza cuando el amor es pisoteado. Brazos poderosos, porque la impotencia no puede habitar en la tierra de los rebeldes, donde solo quien saca pecho puede sacar sonrisa.

Los cobardes, aclamados por los medios de los oligarcas y despreciados por el pueblo, se jactaban de fuerza, mostraban armas y se autoproclamaban combatientes, cuando en realidad no eran más que siervos fieles del odio y el rencor, funcionarios de toda frustración, enemigos declarados de toda dignidad. Eran chusma, nada más que chusma, capaces de lanzarse solo muchos contra uno, sintiéndose fuertes por su ferocidad, la cual no era más que una máscara de su pérfida e infame debilidad. Huyeron como conejos escuchando el grito de combate de los cachorros que se otra vez se hicieron fieras.

Aquellos que nunca fueron jóvenes y que jamás serán viejos fueron y son hombres designados desde siempre y para siempre a defender lo más sagrado: una nación, un pueblo, una historia y sus símbolos patrio. Se reencontraron para renovar un destino. Siete años atrás – y para siempre – los guerreros del pasado volvieron a ser presente, mandato de un tiempo que debe conjugarse en futuro. Los justos no disfrutan de desgarrar: prefieren coser. Están entrenados para coser y unir, recomponer y proponer. Frente al injusto, al violento y al mentiroso, los justos están llamados a reordenar los muebles de una casa cuando parece haber perdido su puerta de entrada.

Los justos no viven en una ciudad distinta, hecha de relatos cómodos y rebosante de privilegios. Los encuentras a tu lado, trabajando, haciendo lo que debe hacerse, separando – pero sin distanciar – el tiempo de la justicia del tiempo de la sonrisa, del amor, de las amistades, de los sentidos más profundos sobre los que se levanta la hermandad.

Son padres, hijos y hermanos de aquellos – muchos – que por aquel rojo y negro supieron desafiar sus vidas y sus verdugos. Para restablecer la alegría y la dignidad, disponían – y disponen – del código que asigna la tierra a los hombres que la habitan, que se alimentan de sus riquezas y viven de sus sueños, colores y sonidos.

Por esto tuvieron que expulsar a los mercaderes de la muerte, mercenarios económicos al servicio de intereses ajenos. No hicieron falta discursos, bastaron las miradas y los abrazos. Restituir las cosas y las personas a su lugar sirvió para poner de nuevo las manecillas del reloj en el huso horario de la Revolución.

Y la Revolución dio los pasos que debía dar para borrar esa excrecencia de odio que atravesó algunas partes de la nación. Reconstruyó, restauró, reparó, volvió a pintar, recompuso, reinvirtió y devolvió a mujeres, hombres, cosas y esperanzas su lugar. Así edificó las condiciones internas y externas para que el golpismo fuera borrado no solo de las posibles realizaciones, sino incluso de las más diversas opiniones.

El golpismo ya no es una opción, es solo un delito. Y otro delito es olvidar. Lo saben bien los oligarcas, los mercenarios por vocación, los bandoleros, los religiosos hipócritas y los falsos periodistas; siempre a la espera de su amo, no podrán hacer otra cosa que pedir limosna a sus mandantes, pero no el perdón a sus víctimas. Quedarán en el “cualquier lugar del todo”, pero lejos de una tierra que debieron amar y respetar y no violar.

Nicaragua, tierra de todos los que la aman, respeta a cada uno si cada uno respeta a todos. La libertad tiene los tonos de lo posible, no el chirrido de la verbosidad abstracta; es un privilegio conquistado del interés colectivo, no un micrófono para intoxicar los discursos con intereses extranjeros.

Basta de mentir, ocultar, manipular. Siete años después se decreta la ausencia de los necios. La libertad tiene un precio que se ha pagado mil y una veces de más y, mientras “Sandinismo” sea la palabra más pronunciada, no habrá forma ni tiempo para que los zombis vuelvan a pasear por Nicaragua. El tiempo del duelo no tendrá ya su asquerosa pasarela.

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