Hace cinco años, Nicaragua fue objeto de un violento intento de golpe de Estado que duró desde abril hasta julio de 2018. En el primero de cuatro artículos, analizamos cómo se fraguó y cómo comenzó.
En los primeros meses de 2018, Nicaragua no parecía un candidato fuerte para un intento de golpe de Estado.
El Gobierno de Daniel Ortega tenía un índice de aprobación del 80% en una encuesta realizada unos meses antes.
El país había experimentado ocho años de crecimiento económico continuo, durante los cuales alcanzó el 90% de soberanía alimentaria y redujo el hambre en un 40% (según el Indice Mundial del Hambre de la ONU).
En la década transcurrida desde la reelección de Ortega a la presidencia en 2006, su gobierno había reconstruido los servicios públicos de salud y educación, repavimentado las carreteras a nivel nacional y establecido un suministro eléctrico confiable con cobertura prácticamente en todo el país, basado en gran parte en fuentes renovables.
No era de extrañar que el gobierno sandinista haya aumentado su porcentaje de votos en tres elecciones sucesivas.
Incluso los medios de comunicación internacionales, aunque hostiles hacia Daniel Ortega, tuvieron que reconocer que había «cimentado el apoyo popular entre los nicaragüenses más pobres» (The Guardian) y que «muchos pobres que reciben vivienda y otros beneficios del gobierno lo apoyan» (The New York Times).
Pero estos mismos éxitos presentaban peligros. Como señala el nuevo libro Nicaragua: A History of US intervention and Resistance, desde la perspectiva de Washington estos éxitos suponían «la amenaza de un buen ejemplo… Había que hacer algo para socavar el fuerte apoyo popular de Ortega».
Nicaragua era la única excepción en una América Central en gran medida sumisa a la influencia política y económica estadounidense, especialmente después del golpe de estado en la vecina Honduras, que había derrocado al presidente progresista Mel Zelaya en 2009.
Washington había intentado y fracasado en su intento de impedir que Ortega volviera al poder en 2007 y ahora estaba decidido a intentarlo nuevamente.
El éxito de los sandinistas había dificultado mucho la tarea, pero Estados Unidos creía haber encontrado resquicios que podía aprovechar.
El núcleo duro de la disidencia procedía de partidos políticos antisandinistas pequeños y divididos.
Ninguno de ellos era capaz de ganar el poder por sí solo, y sólo tenían un objetivo común: derrocar a Daniel Ortega.
Si conseguían dejar de lado temporalmente sus diferencias, podrían conseguir el apoyo de la relativamente pequeña clase alta nicaragüense y de la clase media, cuyas opiniones podrían verse influidas por una vigorosa campaña antigubernamental.
Tras reunir a estos grupos, la embajada estadounidense advirtió a la organización patronal, COSEP, que debían dejar de cooperar con el gobierno, señalando que la Ley NICA y amenazas de sanciones económicas estaban siendo consideradas por el Congreso si Nicaragua no se alineaba con la política estadounidense.
Como se explica en el libro, las regulaciones del funcionamiento de las organizaciones sin fines de lucro en Nicaragua en aquella época eran relativamente débiles, lo que permitió a Estados Unidos invertir hasta 200 millones de dólares en medios de comunicación de la oposición, ONG ’s y organismos de «derechos humanos» a través de agencias como la National Endowment for Democracy (NED) y USAID.
Kenneth Wollack, más tarde presidente de la NED, pronto afirmaría ante el Congreso de Estados Unidos que diferentes agencias estadounidenses habían formado a unos 8.000 jóvenes nicaragüenses en «promoción de la democracia».
De hecho, como dijo Global Americans, financiada por la NED, estas agencias estaban «sentando las bases para la insurrección».
Con capacitación de USAID, muchos de estos jóvenes contribuirían a la enorme campaña en las redes sociales que estaba a punto de entrar en acción.
Se acumuló silenciosamente financiamiento, armas, drogas y alimentos para utilizarlos en el intento golpista.
Jóvenes de sectores más pobres y a menudo criminales, pronto recibirían pagos diarios de entre 10 y 15 dólares por levantar y defender tranques para hacerse con el control de barrios en ciudades claves.
Había otros dos componentes críticos. Las agencias estadounidenses destinaron recursos a los medios de comunicación local de la oposición, como el diario La Prensa y los sitios web Confidencial y 100% Noticias.
Lo mismo ocurrió con las agencias locales de «derechos humanos» (una de las cuales fue creada por la administración Reagan en la década de 1980), los que asegurarían que cualquier baja en el conflicto que se avecinaba fuese achacada al gobierno.
Tanto los supuestos medios «independientes» como los grupos de «derechos humanos» serían luego aceptados, sin cuestionamientos, como fuentes auténticas por los medios internacionales y organismos como Amnistía Internacional.
Tras estos preparativos, sólo faltaba una chispa adecuada para encender el fuego insurreccional. A principios de abril, parecía que ésta se había producido (literalmente) con un incendio forestal en la remota Reserva Forestal Indio Maíz.
A pesar de los esfuerzos del gobierno por sofocar las llamas, las protestas de los jóvenes por su «inacción» no tardaron en brotar y fueron recogidas por los medios de comunicación internacional.
Sin embargo, los disturbios sólo pudieron mantenerse unos días, ya que el fuego se extinguió con la ayuda de unas lluvias fuera de temporada.
Ese mismo mes surgió una segunda oportunidad para avanzar con sus planes.
Al igual que muchos gobiernos, el de Nicaragua se encontraba bajo presión para reformar su sistema público de pensiones, cuyas finanzas se habían vuelto insostenibles.
Se había enfrentado a las peticiones del sector privado de recortar drásticamente las pensiones, proponiendo recortes mucho menores y, a cambio, mejorar los servicios de salud de los pensionistas.
En otras circunstancias, los cambios no hubiesen suscitado controversia, pero, azuzados por los medios de comunicación de derecha y las redes sociales, se produjeron algunas pequeñas protestas de personas mayores.
Rápidamente se les unieron en las calles «estudiantes» que de repente tenían un improbable interés en las pensiones y, en algunas ciudades, grupos de delincuentes orquestados por líderes de la oposición como la exguerrillera Dora María Téllez.
El 18 de abril se produjeron violentos enfrentamientos entre grupos de la oposición y la policía o jóvenes sandinistas, incluidos ataques a lugares emblemáticos de la revolución, como el histórico «Comandito» de Monimbó, Masaya.
Aunque no hubo muertos ese día, la campaña en las redes sociales se puso en marcha: miles de mensajes en Facebook alegaban muertes por disparos de la policía que no se habían producido o se debían a otras causas.
Para el 19 de abril, el escenario estaba preparado para una mayor violencia, ya que los «estudiantes» de repente tuvieron acceso a cientos de armas de mortero caseras, desplegadas en los «tranques» hechos con adoquines arrancados de las calles.
Ese día murió el primero de los 22 policías. Un segundo fue abatido el 21 de abril y en sólo cuatro días 121 habían resultado heridos, principalmente por disparos.
La intentona golpista había comenzado.