¡Esa carretera la están dejando muy aaancha!

Alguien me decía, abriendo sus brazos con ese gesto de impotencia de no lograr medir lo inabarcable: “¡Esa carretera la están dejando muuuuy anchaaaa!”.

Toda la vida había visto trochas, insinuaciones de caminos, puentes más imaginados que reales, y una ínfima cinta asfáltica, agrietada o con baches, que no merecía llevar el nombre de Carretera Panamericana a su paso por Carazo.

Ya no digamos la actitud de los funcionarios estatales, desde el Presidente hasta el último empleado público, con las contadísimas excepciones.

El doctor Tomás Guevara fue una rara avis en el somocismo: nos enseñó a tener una Ciudad bien trazada.

Las antiguas carretas y los carretones, yuntas de bueyes y los caballos, eran la medida de nuestras centenarias vías de comunicación, y también de las Riendas del Poder.

Más que nación, Nicaragua era un Estado-Hacienda.

Un par de furgones, en sentido contrario, no podían pasar por el puente de El Rosario.

El de Ochomogo era un riesgo.

Un hijo de cuna desconocida y uno nacido en cuna de encajes no podían ir a la misma escuela, si acaso el primero tenía la “suerte” de poder estudiar.

Iban en sentido contrario: uno a la desgracia extrema y el otro a la prosperidad exagerada.

Y sin puente alguno de oportunidad al excluido.

Los pocos hospitales y los centros de salud no distaban mucho en ser las antesalas de un cementerio.

Los casatenientes, muy “demócratas”, apretujaban a sus inquilinos en unas pocilgas que llamaban cuarterías, mientras sus muertos desperdiciaban amplios, confortables y lujosos mausoleos.   

Existía una angostura, un reduccionismo, un molde de la estrechez en el alma, en el pensamiento, en el ser nicaragüense. La visión de nación derrapaba en división en vez de procurar la magnificencia de la tierra natal por la horizontal multiplicación de los esfuerzos.

La oligarquía y sus epígonos instituyeron la norma del liderazgo mediocre: UNA HORMA en el que debían tallar bien los presidentes.

Todo lo mejor era del exterior. Lo peor, de Nicaragua.

No existía un concepto de Patria.

La Independencia y la Batalla de San Jacinto se redujeron a desfiles, cuadros gimnásticos, tambores y liras para darle bombo sin fondo a la patria de mentira, sin ningún nexo con la realidad más que las palillonas…

De esos retrocesos de antaño quedó una expresión que hasta el más pintado “revolucionario” repite: “Solo en este paisito pasan estas cosas”.

“Paisito”.

Ahí está la miserable “filosofía” de la elite.

Y que muchos repetíamos.

Nunca nos acostumbramos al nosotros, sino al yo, o al este, aquel.

Nicaragua no se pronuncia todavía en primera persona.

No hablamos de “Nuestro país”, sino de “este país”.

Sí, como si fuera el país de otra gente, de otra cultura, de otro lugar, distante, diferente, ajeno.

Esa subestimación nacional no procede tanto del pueblo, como de los “líderes” que le tocó padecer a lo largo de los siglos: de ellos provino “este país de m…”.

Los dueños del poder, “por la gracia de Dios” —así lo creyeron y lo creen—, eran propietarios de la cultura, que así se nombra la subcultura de la que desgraciadamente nos apropiamos, como si dependiéramos de su opulento egoísmo, cuya fuente de riqueza fue el maltrato al prójimo.

El cuchitril se convirtió en el literal símbolo del país.

No valía la Patria, sino los “patricios” que petrificaron la nación.

Nunca formaron parte del Escudo Nacional porque son “distinguidos”.

Su pedigrí es “superior” a la nacionalidad nicaragüense.

Y cambiaron, de facto, la gloria del triángulo de la igualdad de los nicaragüenses por sus mezquinas heráldicas

Despreciaron su elemento periférico, los cinco volcanes, los dos mares. Detestaron las olas, las ondulaciones, la espuma, que nos significan el aire y no el encerramiento. Aborrecieron el arcoíris de la integración y el Gorro de la Libertad.

El Escudo es movimiento y luz, no inmovilidad y oscuridad.

Es color…, rojo bermellón, azul ultramarino, azul cielo, verde amarillo, blanco; resplandor, todo lo contrario a la herencia oligárquica: la nación en blanco y negro, desaparecida en la penumbra, allá en el sótano de lo peor:

El atascadero nacional.

Nicaragua apenas era León y Granada.

Luego, por las guerras intestinas de los oligarcas, Nicaragua se encogió desde 1852 en Managua, hasta 2006 que cambió todo.

Durante siglo y medio lo demás fue monte, polvo y lodo. Y entrega de inmensos territorios: Guanacaste, Nicoya, San Andrés…

La pérdida del Mapa Original es parte de la ingrata factura que “las ilustres estirpes” le pasaron a Nicaragua, y todavía, abusando del cinismo, dicen que son “los salvadores del país”.

En la capital estaba el capital.

Managua era Nicaragua. Tan así que cuando ocurrió el terremoto de 1972, el desastre de algunos kilómetros cuadrados del casco urbano, que no afectó, por ejemplo, a Ciudad Jardín o Campo Bruce, fue una catástrofe nacional.

Dios hizo hablar a la Tierra. Que el país era para unos pocos, y que solo bastaron dos fallas para que se revelara el fallamiento principal de la Nación: el dinasta Somoza, asentado sobre la Ocupación norteamericana y el subsuelo del entreguismo oligárquico.

No era posible que por un sismo la nación también se hundiera.

Por el tesonero trabajo de los nicaragüenses, su capacidad laboriosa en la agricultura, la ganadería, la artesanía, el comercio, Nicaragua fue algo más que Managua.

Aun así, el país llegaba hasta Acoyapa en 2006, aunque los gobiernos enmascarados de “democráticos” se desgañitaran del diente al labio, igual que sus medios de incomunicación, con aquella patriotera consigna “Río San Juan es Nicaragua”…

En el mapa quizás. En la vida real, que es la prueba de todo, San Carlos, El Castillo, San Miguelito, Los Sábalos…, formaban parte de la “cultura” tica a través de sus estaciones de radio y TV.

De San Juan del Norte, muchos niños iban a estudiar a las escuelas costarricenses. Y eran atendidos en sus centros de salud.

Colón estaba más integrada a Costa Rica que a Cárdenas. El municipio lacustre parecía más bien un cantón de la vecina del sur, al punto que en los días del presidente Alemán hubo quienes, al sufrir tanto abandono del gobierno central, querían proclamar su separación de Nicaragua.

Y así acontecía con la Costa Caribe, que no pintaba para nada ni en la División Político-Administrativa ni en el organigrama de los gobiernos “democráticos” de turno.

Era tan así que ni siquiera su nombre valía la pena pronunciar, y se le llamó “Costa Atlántica”: un territorio ficticio para desaparecer por completo al verdadero Caribe.

Carencia de pensamiento, estrechura en todo:

Mental, geográfica, histórica, urbana, industrial…

Penuria de vida y holgura de la muerte: 56 años en los “mejores tiempos” del somocismo.

Y el somocismo fue y es la joya de la corona de la oligarquía.

Ese “amor al pueblo”, esa “defensa de las libertades”, esa cacareada protección de los “derechos humanos” con que se llenan la boca los “demócratas” y sus acaudalados financiadores en el exterior, se puede medir por sus patéticos resultados.

La colonia, la oligarquía que desovó España, la dictadura de Anastasio Somoza, “nuestro hijo de P.” de Franklin Delano Roosevelt, y el Somocismo Empírico (1990-2006) construyeron apenas 58 hospitales en ¡CUATRO SIGLOS!

¡Un hospital cada ocho años!

En un magnífico documental de JP, detalla que el primer nosocomio se data en León, 1610.

Hay una Revolución en la Salud:  si durante el ignominioso pasado se edificó un hospital por década, ahora se pasó a dos por año. Desde 2007 hay 20.

“Un ritmo nunca visto en Centroamérica”, documenta JP.

En manos de los regímenes de la insalubridad apenas hubieran hecho dos. Así era la democracia muerta: el desprecio a la vida de los nicaragüenses que no pueden ir al Vivian Pellas.

En la actualidad, el 37% de todos los hospitales de Centroamérica se localizan en Nicaragua, el país que se ha dedicado a proteger el más sagrado de todos los Derechos Humanos: el derecho a vivir saludablemente en paz.

En el Istmo, nuestra República es la que cuenta con las mayores infraestructuras, personal de salud, especialistas y tecnologías para sanar a los pacientes.

Para dar una idea, Nicaragua tiene 78 hospitales, el que más cerca le sigue es Guatemala con 44, y El Salvador y Costa Rica con 29.

Solo el Hospital Vélez Paiz, en Managua, marca una extensión de 14 campos de fútbol.  Y en León, el Hospital Oscar Danilo Rosales suma 9 campos, con especialidades como maxilofaciales, oncología, cirugía plástica, cuidados intensivos, hemodiálisis…

El rezago nacional era patente, además, con las vías de comunicación. De esa falta de futuro y exceso de malmatado pasado, las alcurnias que se turnaban en el poder o ungían al “Presidente de la postergación, apenas delinearon 2 mil 44 kilómetros asfaltados. De estos, en 2006, solo el 30% estaban en buen estado, incluyendo tramos de la Panamericana.

En 2020, la red vial pavimentada ascendió a 4 mil 338 kilómetros, conectando a 138 municipios. Y, desde que Cristóbal Colón atisbó Nicaragua, en 1502, por fin se unificó el Caribe con el Pacífico, gracias a los 115 millones de dólares materializados en 72.8 km de concreto hidráulico.

El Presidente Daniel Ortega y la Vicepresidenta Rosario Murillo son los primeros en enseñar que desde los más altos cargos de la República sí se puede CONSTRUIR presente y futuro. Tanto, que se encuentran en las antípodas de lo que perpetró la élite: aletargar y destruir el destino que Dios le tenía preparado a Nicaragua.

Los líderes sandinistas demuestran una formidable capacidad en arrancarle a la cantera de los sueños de Darío y a los yacimientos del Ideario del General Augusto César Sandino, las rocas soberanas sobre la que se cimentan las vastas realidades que transforman Nicaragua: la instalación del Porvenir.

Salvo el adelantado General José Santos Zelaya, nadie más lo hizo desde la constitución del Estado en 1838, porque prevaleció en el tablero de mando el lastre de las almas menores y la excedida miseria humana.

¿De dónde creen que surgieron las “protestas” contra el Canal Interoceánico y la barbarie de 2018, si no fue de una destructiva insuficiencia de nicaraguanidad y un desbordado vendepatrismo?

Y ese odio de enorme calado de la oligarquía y sus borregos de casa contra su propia Patria, esa misma miseria humana que puso el fierro de su abolengo para que Nicaragua nunca fuera República de verdad, son los que en su anacronismo llaman pomposamente “democracia”…

El subdesarrollo en su máximo grado de oprobio: “Patio trasero”.

Porque no es para cualquiera despertar y mover la Historia, en consonancia con el pensamiento dariano hasta volverlo terrenal, tangible, viable: “Si pequeña es la patria, uno grande la sueña”…

Lo común de un espíritu nulo es la paralización…, el letargo.

Sometidos al secular estancamiento nacional que la alta sociedad de la mediocridad causó a la nación, algunos todavía no logramos cambiar las coordenadas del conformismo.

No estamosacostumbrados a presenciar nuestro país en pie. 

Ni mucho menos verlo andar por primera vez…

Nicaragua ya no es el segundo país más pobre del continente, pese al desastre bicentenario heredado. Pertenece al club de los siete países de Latinoamérica que mejor han luchado contra el flagelo socioeconómico, con el 24.9% de la población por debajo de la línea de la pobreza.

La lista la encabeza Chile que sin sanciones económicas, ni Golpes de Estado, ni el sistemático ataque de algunos países y la prensa venal, presenta un10.8%.

Nicaragua, sin Canal, se halla detrás de Panamá, 22.1%, y supera a: Costa Rica que tiene un 30% de su población sumergida en la calamidad; Argentina, 42%, Colombia, 42.5%.

El último lugar lo acapara, con el índice de pobreza más negativo, Guatemala, 59.3%, y el penúltimo, Haití, 58.5%.

Es que gracias a Dios fueron rotas las ataduras diabólicas que degradaron a la Patria en un ínfimo “paisito”.

Y “aunque” a Nicaragua hoy la estén dejando ¡muuuy aaancha…!

…hay que habituarse a la grandeza.

En el nombre de Jesús.

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