EL 27 de marzo de 2009 Edgardo Nicolás Buitrago Buitrago recibió un merecido homenaje nacional. Iniciativa de la Embajada de España y del Instituto Nicaragüense de Cultura Hispánica, que le otorgó la recién creada Orden Darío-Cervantes por su aporte a nuestra cultura (y ser, con José Joaquín Quadra Cardenal, uno de sus dos miembros fundadores), se sumaron otras diez asociaciones civiles e instituciones del Estado. El apoteósico reconocimiento coincidió con sus 85 años. “¡Enhorabuena, beato Edgardo, último de los Buitrago y uno de los grandes leoneses de los siglos XX y XXI!” ––escribí entonces.
Don Nicolás Buitrago Matus
Cuatro años antes, en 2005, ya la Academia de Geografía e Historia de Nicaragua había homenajeado, en el Paraninfo de la UNAN, a don Nicolás Buitrago Matus, con motivo del veinte aniversario de su fallecimiento, y también a su hijo primogénito Edgardo, recién cumplidos los 80, reconociendo sus eminentes trayectorias intelectuales. Ambos ––debo recordar–– habían sido electos miembros honorarios de nuestra Academia.
Aparte de expertos en Derecho, como muchos de los Buitrago, don Nicolás tenía en su haber la monografía más completa sobre su ciudad natal: León, la sombra de Pedrarias, publicada por entregas en Revista Conservadora (núms. 22-45, junio de 1962 a junio de 1964), en volumen dos años después y en dos tomos, junio de 1998, por la Fundación Ortiz Gurdián. Todo leonés culto debe conocer a fondo esta obra de historia patria, exenta de localismo estéril. Además, era autor de numerosos textos ocasionales ––discursos y conferencias––, de la investigación sobre la Orden Franciscana en Nicaragua, de las Instituciones del Derecho Notarial nicaragüense (1967), de la evocación Navidades leonesas (1968) y de la inédita Historia del pueblo de Sutiaba.
Siguiendo el ejemplo de su padre, Edgardo encarnaría la más ostensible tradición de su familia: una retórica hablada ––o arte del buen decir, de embellecer la expresión de los conceptos y otorgar al lenguaje eficacia para deleitar, persuadir o conmover–– que él representó, como muy pocos, en el país. Una retórica o Culto a la Palabra, consustancial a la antañona León, vinculada a la cátedra universitaria, la reflexión filosófica, la insaciable curiosidad enciclopédica y el afán de comprensión universalista.
Tales fueron las cinco dimensiones que me reveló Edgardo en la casa solariega de sus padres Nicolás y doña Angelina, a mediados de 1966. Tenía veinte años cuando lo conocí, desayunando en compañía de Pablo Antonio Cuadra, quien me había llevado en su automóvil a la Metrópolis de Nicaragua para revisar el número 7/8 de la revista El Pez y la Serpiente, impresa en la Editorial Hospicio. Entonces León estaba en su esplendor productivo ––basado en la siembra y exportación algodoneras––, el cual facilitaba a las librerías, comenzando con la universitaria, importar obras de teatro moderno, libros de reproducciones artísticas de los grandes maestros, tratados de filosofía y cuentos de las regiones y épocas más remotas de la tierra.
Retrato de Edgardo
Yo viví esa experiencia a través de notables amigos leoneses, destacándose entre ellos el Decano de la Facultad de Derecho y Profesor de Historia de la Cultura, a quien en otras ocasiones y textos había manifestado mi admiración. Porque él siempre, humilde como sabio verdadero, me comunicó sinceramente sus ideas, trasmitiéndome consejos y mucho más que un anecdotario local, tanto en sus escritos como en los sostenidos diálogos interminables que desarrollamos, a través de varias décadas, telefónicamente. En mi libro de casi 400 páginas León de Nicaragua / Tradiciones y valores de la Atenas centroamericana (2002) fueron ampliamente aprovechadas. Por esta razón no podría dejar retratarlo en este sonetejo alejandrino:
Don Edgardo Buitrago, el leonés abogado,
catedrático fue de varias generaciones,
un supremo orador, un soberbio togado
e indispensable teórico de investigaciones.
El cristianismo puro y la presencia hispana
a través de la Lengua y la marca franciscana
estudió con pasión y seguro tino y brillo,
sin excluir nuestra historia y nuestro Rubén Darío.
Sólo la fiebre lirica versera no entona,
en su afán de auténtico intelectual,
pero rescató bombas de la gran Gigantona,
la tradición del barrio de Sutiaba ancestral
y obsequió la indeleble y dulce fiel alegría
de la fe melodiosa de nuestra Gritería.
Nicolás Buitrago Sandoval
Reitero que Edgardo fue el mayor leonés representativo que he conocido y el último supremo valor de su familia, remontado a otra tradición: la del foro, o mejor dicho, jurídica. Tradición, en el mejor de los sentidos, colonial, pues su ascendiente más antiguo es Juan Crisóstomo Buitrago, escribano del Rey en Granada de Nicaragua, según documento del 6 de julio de 1756; y el más conocido e importante don Nicolás Buitrago Sandoval. Es decir: uno de los primeros jurisconsultos criollos de la provincia española, graduado (como don Miguel Larreynaga) en la Universidad de San Carlos, Guatemala; además de catedrático de la Universidad de León, asesor del obispo fray Nicolás García Jerez ––cuando este ejerció la gobernación interina de Nicaragua–– y presidente de la Corte Suprema de Justicia en Guatemala al inicio de la Federación Centroamericana.
Buitrago Sandoval era hijo de don Antonio Buitrago y de doña Manuela Marín de Sandoval, Nativa y Mendoza, Olaya y Herrera, «Aquí y donde quiera», como firmaba con todos sus apellidos y una coloquial expresión rimada, signo del altivo orgullo de su estirpe. Como la de los Quadra de Granada, tal estirpe asimilaría el mestizaje de raíces africanas y tendría como único blasón el talento, aparte de prescindir del romanticismo liberal o viceversa ––más disolvente que iluminista–– y optar por el conservatismo y sus pilares: Dios, Orden, Justicia. Un conservatismo compartido por otras tantas familias leonesas, como los Aguilar, Ayón, Balladares, Cardenal, Cortés, Duque Estrada, Guerrero, Gurdián, Herdocia, Icaza, Juárez, Montalván, Terán, Tijerino y Zepeda.
Intelectual orgánico de León
De ahí la imbatible labor de Edgardo por conservar y rescatar la trascendencia histórica de su ciudad como último intelectual orgánico de la misma, sin dejar de ser hispanoamericanista nato. Por eso elaboró monografías y ensayos de altura como “Voz y promesa de la universidad en la crisis actual de la cultura”, “Las reformas constitucionales: problema de la democracia americana”, “Perspectivas de la lengua española ante las exigencias de afirmación original y universal de Hispanoamérica”, “Presencia hispanoamericana en Rubén Darío”; “Presencia de [don Alfonso] Valle” [1890-1961]: el mayor de los fundadores de la lexicografía nicaragüense; Breves apuntes históricos sobre la ciudad de León; El derecho indiano en Nicaragua, El Municipio [también] en Nicaragua; Las purísimas: su forma y orígenes; José de la Cruz Mena: su vida y su obra; León y Granada en el destino histórico de Nicaragua; La ciudad y la vivienda nicaragüense; Pasado, presente y futuro de nuestra Escuela de Derecho; Los bailes de la Gigantona y sus derivados «El Enano Cabezón» y «El Pepito», «La Yegüita» y «El Toro Huaco». Refirió también el magnicidio sacrílego del obispo fray Antonio de Valdivieso en León Viejo, la significación continental en la aplicación de las «Leyes Nuevas» en defensa de los indígenas y de la organización del Imperio Hispano. Por eso puntualizó sobre las seis catedrales de León, especialmente la definitiva (1747-1820): máximo legado arquitectónico del coloniaje, donde fueron enterrados sus restos.
Parentesco con los Benavente de Granada
Un hecho enfatizó Edgardo: que su familia se emparentaría, por línea materna, con los Benavente de Granada. En efecto, el primer Nicolás Buitrago [Sandoval] casó con Francisca Benavente, hermana del sabio Filadelfo Benavente, rector de la Universitas Granadensis, muy conocido en su tiempo como filósofo, poeta, teólogo y jurisconsulto. Ellos fueron los progenitores de Pablo, Santiago y Nicolás ––el segundo de ese nombre–– Buitrago Benavente. Referirme detalladamente a estos tres leoneses representativos del siglo XIX me llevaría a escribir no pocas páginas.
Basta recordar a Pablo, director supremo de Nicaragua entre 1841 y 1843 y que ––obligado por los acontecimientos de 1851–– se trasladó a El Salvador. Allí se consagraría a la enseñanza superior, llegando a ser rector de la universidad de ese país. Asimismo, fue designado en 1876 miembro correspondiente de la Real Academia Española, siendo uno de los primeros centroamericanos en recibir esa distinción. También Santiago y Nicolás Buitrago Benavente ejercieron con notabilidad la abogacía y ocuparon altos cargos públicos. Nicolás Buitrago Benavente ––casado con su prima hermana Jacoba Buitrago–– tuvo, entre sus hijos, al tercer Nicolás Buitrago [Buitrago] y a Bruno Hermógenes (1848-1912), coautores de un texto de Derecho notarial. Al último le dediqué el 10 de enero de 2017, en el Auditorio Ruiz-Ayesta, este párrafo:
Uno de nuestros codificadores e ilustrado catedrático entre finales del siglo XIX y principios del XX, su anagrama era RUBÉN HUGO ORÍGENES MARMOT y su devoción por la juventud estudiosa asumía caracteres emocionantes. A su calidad de catedrático en derecho civil, dominador profundo de la materia y de puntualidad ejemplar, sumaba trato afable y elevado espíritu de servicio que lo relacionaba reciamente con el alumnado. De aquí el inmenso cariño que le otorgaban sus discípulos, manifestado singularmente el día de su cumpleaños, al grado de transformarlo en motivo de fiesta para todo el alumnado.
Vinculación al conservatismo cuadrapasista
Otro hecho, esta vez heredado de su padre Nicolás Buitrago Matus (1890-1985), habría que destacar en la vida política de Edgardo: su vinculación militante al Partido Conservador, concretamente al grupo encabezado por el doctor Carlos Cuadra Pasos (1879-1964). Un grupo que no concebía a ese partido como una simple organización para defensa de ciertos intereses socioeconómicos, sino que aspiraba a dotarlo de mentalidad articulada para enfrentarse con dignidad intelectual a las otras tendencias y, sobre todo, dialogar con ellas. De ahí que el mejor discurso pronunciado en el entierro de Cuadra Pasos, el 30 de enero de 1964, fue el de Edgardo, ex parlamentario cuadrapasista como su padre. He aquí uno de sus fragmentos memorables:
Si pudiera reducirse a una sola palabra toda la rica y variada personalidad del doctor Carlos Cuadra Pasos, esta palabra sería Maestro. Maestro fue el doctor Carlos Cuadra Pasos en todos los momentos de su vida. Maestro en el aula universitaria. Maestro en el Parlamento. Maestro en las asambleas internacionales. Maestro en las convenciones políticas. Maestro en el hogar. Maestro en las tertulias de amigos. Maestro hasta en los trenes. Maestro de tiempo completo como se dice en los escalafones de las universidades actuales. Mejor aún: Maestro de todo el tiempo. Maestro desde el amanecer hasta al acostarse. Maestro por una imperiosa necesidad de darse, de entregar todo lo suyo a los demás.
Era el sembrador por excelencia. El sembrador que no se da tregua, ni siquiera para recoger las cosechas; porque su ambición, su afán supremo es el de hacer germinar la semilla. Por eso, su obra ––su fundamental obra–– no debe buscarse en los anaqueles de las bibliotecas, sino en los corazones y las mentes de más de dos generaciones de nicaragüenses. Allí está su más alta labor: en esa inquietud, en esa quemante ansiedad de Patria y de Cultura que supo encender en nosotros por todos los campos de la política, de la universidad, del periodismo y aún de la simple conversación. El más insignificante tema adquiría en su palabra una gran intensidad y una enorme trascendencia. Porque para él nada era sin importancia. Todo significaba algo: una experiencia histórica, un problema del momento, una insinuación de futuro. Y en todo había una enseñanza, que solo su talento sabía descubrir y presentar.
Telurismo a lo Taine
Finalmente, no puedo dejar de referir la formulación planteada por Edgardo de la presencia en León la presencia de algo misterioso ––contagiante y envolvente también–– que fluye de su misma naturaleza y adquiere expresión y realidad, tanto en las variadas formas estéticas de la poesía, música y pintura, como en la reflexión intelectual, llegando ––el caso supremo es el de Darío–– a la altura de la genialidad. En abono a su tesis, agrega que es digno de tomarse en cuenta el enraizamiento de León en la extensa llanura de la zona occidental del Pacífico, integrada y prolongada con el océano y elevándose repetidamente ––no sin ansia de eternidad–– con la cordillera volcánica de los Maribios. Se trata de algo que se mueve desde lo más recóndito del alma comunitaria del pueblo y se define ante el tiempo con los signos de su Catedral.
Aparte de ese telurismo a lo [Hippolyte] Taine [1828-1893], Edgardo Buitrago Buitrago contribuyó a que el suscrito pudiera aportar su interpretación de la leonesidad a través de sus otros elementos constitutivos: Sutiaba como «alter ego», conciencia de capitalidad, vocación y proyección universitarias, herencia liberal y unionista, violencia agraria, valentía fratricida, espíritu de Atenas, de sustrato artesano, actitud introspectiva y Poneloya como recreo.
León en el tiempo
No a otro sino a él, al maestro y amigo de tantos años, debo el siguiente párrafo de 75 adjetivos vitales que atribuí a León en el tiempo: una ciudad apasionada y centrípeta, abogadil e hipocrática, artesana y algodonera, barroca y lugareña, beata y supersticiosa, parroquial y espiritista, catedralicia e hispana, caballeresca y mítica, huertera e ilustrada, romántica y provinciana, calurosa y versificadora, severa y conventual, seminarista y universitaria, eucarística y diocesana, huelguista y guerrillera, bohemia y estudiantil, filarmónica y modernista, retórica y solemne, valiente y violenta, egoísta y envidiosa, avara e indiferente, teatral e ingenua, masónica y teosófica, altanera y mengala, espesa y pendenciera, empedrada y polvosa, indígena y metropolitana, ruinosa y volcánica, chismográfica y tribunicia, municipal y machista, apostólica y sonora, alfonsina y dariana, mártir y patriota, prócer y egregia, conservadora y semanasantera, liberal y revolucionaria, gloriosa e inmortal.