Por Ramón de Belausteguigoitia (Febrero de 1933)

Conversaciones con Sandino

Durante las dos semanas que aproximadamente estuve en el campamento del ejército de la Libertad, no dejé de estar a diario en conversación con el general Sandino, quien me trató desde el primer momento con una amabilidad enteramente familiar.

Unas veces el caudillo me llamaba y otras iba yo a verle a su casa, que custodiaba su guardia personal, con ametralladoras en mano. El general se solía pasear en una habitación obscura contigua a la de la guardia y entraba sonriente, abrazándome, según su costumbre.

Era una sencilla habitación decorada por algún calendario y un cromo en el que se veía unos cazadores de focas en un mar proceloso de hielo, disparando contra estos anfibios que se acercaban alarmantemente a la embarcación. Había un banco y unas sillas; en el banco se sentaban de ordinario algunos jefes que asistían silenciosos a la entrevista, o los soldados de retén. En un rincón se veía un montón de rifles.

El general se sentaba en una sencilla mecedora, que la tenía balanceándose sin cesar. Resaltan en su cara ovalada, pero angulosa, cierta especie de asimetría en ambos lados del rostro, que contribuyen, juntamente con las comisuras de sus labios, a dar unas extrañas variaciones a su rostro. En sus ojos obscuros brilla con frecuencia una afectuosa simpatía, pero de ordinario se muestra en ellos una profunda gravedad, una intensa reflexión. El reposo de sus facciones, la fortaleza de sus mandíbulas, en ángulo bien abierto, confirman la impresión que da su conversación de una voluntad serena y afirmativa. Su voz es suave, convincente; no duda en sus conceptos, y las palabras van precisas, bien guiadas por un intelecto que ha pensado por cuenta propia en los temas que expresa. Su gesto habitual es frotarse las manos teniendo en ellas un pañuelo. Rara vez acciona ni cambia la tonalidad serena de su voz. La impresión que da el general Sandino, lo mismo en su aspecto que en su conversación, es de una gran elevación espiritual. Es, sin duda, un cultivador de la «yoga», un discípulo de Oriente.

Los temas de nuestra conversación fueron varios y de ordinario sin mucho orden. Yo he procurado recogerlo en distintas materias, pero guardando desde luego una absoluta realidad en los conceptos y en las frases, a fin de que el lector pueda penetrar en la psicología de este extraordinario paladín de la Libertad, que ha sido tenido por muchos como un hombre vulgar y sin instrucción, quizá también como el Pancho Villa de la rebelión nicaragüense. Pero esto es absolutamente falso. El general Sandino es un espíritu delicado y fino, un hombre de acción y un vidente, como hemos dicho ya, y sin tener sino una instrucción bastante limitada, es una extraordinaria personalidad, aun aparte de su papel de libertador.

–Ya veo que le han tomado a usted por americano –me dijo, riéndose alegremente, la primera vez que me vio.

–Sí, general –le dije–; pero ya se convencieron bien pronto, y no pasó nada. Todo ha sido una broma.

Y luego de habernos sentado, y mientras el general inicia su habitual balanceo, le digo:

–Me interesa sobre todo en este movimiento su aspecto espiritual más que el episódico y militar. Yo veo que hay en usted una gran fe, y yo no sé si un sentido religioso. Entiendo que todos los movimientos que han dejado huella en la Historia han tenido una gran fe religiosa o civil. El liberalismo de los pueblos anglosajones, unido a sus principios religiosos, me parece más profundo y definitivo que el de la Revolución francesa. ¿Tiene usted alguna religión?

Sandino.–No; las religiones son cosas del pasado. Nosotros nos guiamos por la razón. Lo que necesitan nuestros indios es instrucción y cultura para conocerse, respetarse y amarse.

Yo, sin darme por vencido, le insisto:

–¿No cree usted en la supervivencia de la conciencia?

Sandino.–¿De la conciencia?

Yo.–Sí, de la personalidad.

Sandino.–Sí, del espíritu, claro está; el espíritu supervive, la vida no muere nunca. Puede suponerse desde el principio la existencia de una gran voluntad.

Yo.–Todo es cuestión de palabras; para mí, eso es la religión, la trascendencia de la vida.

Sandino.–Como le digo, la gran fuerza primera, esa voluntad, es el amor. Puede usted llamarle Jehová, Dios, Alá, Creador…

Y después de explicar, según su fe teosófica, el valor de los espíritus guías de la Humanidad entre los cuales coloca Adán, Moisés, Jesús, Bolívar…, mientras su palabra expresa una convicción profunda y sus ojos, opacos, se animan, continúa:

–Sí; cada uno cumple con su destino; yo tengo la convicción de que mis soldados y yo cumplimos con el que se nos ha señalado. Aquí nos ha reunido esa voluntad suprema para conseguir la libertad de Nicaragua.

Yo.–¿Cree usted en el destino, en la fatalidad?

Sandino.–¿Pues no he de creer? Cada uno de nosotros realiza lo que tiene que hacer en este mundo.

Yo.–¿Y cómo entiende usted, general, esa fuerza primera, que mueve las cosas? ¿Como una fuerza consciente o inconsciente?

Sandino.–Como una fuerza consciente. En un principio era el amor. Ese amor crea, evoluciona. Pero todo es eterno. Y nosotros tendemos a que la vida sea no un momento pasajero, sino una eternidad a través de las múltiples facetas de lo transitorio.

Yo.–Insisto en este punto, porque creo que toda gran obra solo se ha hecho a base de una gran fe, que yo llamo religiosa y usted la llama con otras palabras; pero que no es sino el empujón de un mundo espiritual. He apercibido en su ejército esa compenetración, esa espiritualidad.

Sandino.–Si eso es todo, estamos compenetrados en nuestro papel; todos somos hermanos.

Yo.–Recuerdo haberle hecho referencia en algún momento al sentido histórico de Napoleón y Bolívar.

Sandino.–¡Ah, Napoleón! Fue una inmensa fuerza, pero no hubo en él más que egoísmo. Muchas veces he empezado a leer su vida y he tirado el libro. En cambio, la vida de Bolívar siempre me ha emocionado y me ha hecho llorar.

Después, como el general hiciera referencia a las fuerzas espirituales que obran en la conducta de los hombres, le pregunto:

–¿Cree usted, general, en fuerzas de esa naturaleza que obran en los hombres sin la acción de la palabra?

Sandino.–Completamente; yo mismo lo he experimentado no una, sino muchas veces. En varias ocasiones he sentido una especie de trepidación mental, palpitaciones, algo extraño dentro de mí. Una vez soñaba que se acercaban las tropas enemigas y que venía con ellos un tal Pompilio, que había estado antes conmigo. Me levanté inmediatamente y di la voz de alarma, poniendo a todos en plan de defensa. Dos horas después, todavía sin amanecer, los americanos estaban allí, iniciando el combate.

–Hay una parte de nuestro organismo donde existe el órgano del presentimiento.

–Yo se lo diré –añade el general, y tomando mi cabeza me señala la nuca–. ¿No lo cree usted?

Yo.–Yo no niego ninguna clase de posibilidades de esa naturaleza. Y desde luego creo que usted puede tener un sistema nervioso especial: una gran potencia espiritual. Lo veo en su ejército.

Y recuerdo haber leído en una carta escrita por su hermano Sócrates y que me había enseñado don Gregorio, que «Augusto tenía un enorme receptáculo telepático». Y en otra carta, «que había visto en sueños a su padre y a su madre y sentía que debían estar muy inquietos».

Y añado yo:

–He visto en los soldados un sentido espiritual admirable. Hablando con muchos de ellos, les he oído decir que la justicia estaba con ellos y que por eso vencían siendo tan inferiores. ¿Cómo ha conseguido inculcarles estos principios?

Sandino.–Hablándoles muchas veces sobre los ideales de la justicia y sobre nuestro destino, inculcándoles la idea de que todos somos hermanos. Sobre todo, cuando el cuerpo desfallece es cuando he procurado elevar su espíritu. A veces, hasta los más valientes decaen. Es necesario conocerlos, seleccionarlos. Y alejar el temor, haciéndoles ver que la muerte es un ligero dolor, un tránsito.

Yo.–¿Por compenetración?

Sandino.–Sí; estamos compenetrados de nuestra misión, y, por eso mis ideas y hasta mi voz puede ir a ellos más directamente. El magnetismo de un pensamiento se transmite. Las ondas fluyen y son copadas por aquellos que están dispuestos a entenderlas. En los combates, con el sistema nervioso en tensión, una voz con sentido magnético tiene una enorme resonancia… También los espíritus combaten encarnados y sin encarnar.

Yo.–¿Cree usted en la trascendencia de este movimiento?

Seguramente el general no me ha entendido el sentido realista en que yo le he hecho esta pregunta. En el curso ya de sus impresiones suprasensibles, por decirlo así, continúa destrenzando su pensamiento en conceptos más lejanos y más difíciles.

Pero no nos sería posible seguir todo su pensamiento, e indicaremos únicamente el esqueleto de sus ideas, que versan ya sobre términos irreales:

–Le diré a usted; también los espíritus luchan encarnados y sin encarnar… Desde el origen del mundo, la tierra viene en evolución continua. Pero aquí, en Centroamérica, es donde veo yo una formidable transformación… Yo veo algo que no lo he dicho nunca… No creo que se haya escrito sobre eso… En toda esta América Central, en la parte inferior, como si el agua penetrara de un océano en otro… Veo Nicaragua envuelto en agua. Una inmensa depresión que viene del Pacífico… Los volcanes arriba únicamente… Es como si un mar se vaciara en otro.

Es una descripción fantástica, que yo no he podido aprisionarla por completo, pero que se traduce en una especie de visión de una gran catástrofe marítima en esa zona de la América Central. Y Sandino se lleva las manos a los ojos, como queriendo arrancar de ellos alguna visión. De nuevo el tono opaco de su mirada se anima más.

Es Sandino, el héroe y genial Sandino, el visionario.

–La fe –pienso yo– es eternamente infantil y creadora; infantil, porque une al mundo real, al de lo maravilloso, y apartando la duda, que es escepticismo y vejez, nos lleva al mundo del ensueño de esos primeros años, en los que quizá, como dice el poeta Wordsworth, los hombres conservan todavía el reflejo de una inmentalidad o de una encarnación, como dirían los teósofos, que todavía no se ha borrado de la mente, con los años y la baja realidad de los sentidos.

Y es creadora, porque el hombre se siente no como un mísero aparcero de una vida transitoria, que se disipa como el humo, sino el propietario, mejor dicho, como el actor de un drama eterno y siempre renovado.

Cuando salgo, Sandino habla con un viejo soldado, encargado de llevar sal a las columnas que se vienen acercando, y mientras aquél parte con su mula cargada, el general lo despide con un «Que Dios le guarde».

2.- Conversaciones con Sandino.

Temas sociales

Habíamos visto al general Sandino, mientras cabalgaba con algunos oficiales, haciendo una inspección a sus tropas y me dijo:

-Ya ve usted, nosotros no somos militares. Somos del pueblo, somos ciudadanos armados.

Recordando estas impresiones sobre el aspecto social del movimiento sandinista, preguntaba una tarde al general, mientras conversábamos, y él se balanceaba en su mecedora.

-Se ha dicho en ocasiones que su rebelión tenía un marcado carácter social. Hasta se les había tildado de comunistas. Entiendo que este último dictado ha obedecido a una propaganda tendenciosa y de descrédito. ¿Pero no hay programa social?

Sandino.-En distintas ocasiones se ha tratado de torcer este movimiento de defensa nacional, convirtiéndolo en una lucha de carácter más bien social. Yo me he opuesto con todas mis fuerzas. Este movimiento es nacional y antiimperialista. Mantenemos la bandera de libertad para Nicaragua y para todo Hispanoamérica. Por lo demás, en el terreno social, este movimiento es popular y preconizamos un sentido de avance en las aspiraciones sociales. Aquí han tratado de vernos, para influenciarnos, representantes de la Federación Internacional del Trabajo, de la Liga Antiimperialista, de los Cuáqueros… Siempre hemos opuesto nuestro criterio decisivo de que esta era esencialmente una lucha nacional. [Farabundo] Martí, el propagandista del comunismo, vio que no podía vencer en su programa y se retiró.

El general calla pensativo.

En algunos países, como en México, se ha pensado por muchos que el movimiento sandinista era fundamentalmente agrarista. Yo he tenido ocasión de comprobar, durante mi estancia en Nicaragua, que la propiedad está muy dividida y que el país es de pequeña propiedad. Apenas hay latifundios, y estos no son muy grandes. El agrarismo, pues, no tiene un gran campo de acción. Los pocos que no tienen tierras no se mueren de hambre, como se me había dicho. Y, efectivamente, tuve ocasión de comprobar estas impresiones de tierra de promisión en forma no muy halagadora por cierto. Hay cerca de Granada un hermoso paseo de mangos que llega hasta el Lago. Mientras una especie de Cancerbero que tiene la contrata de la fruta los recoge como puede, dos o tres desarrapados esperan la caída accidental de algún fruto para hacer su comida diaria. No les tenía cuenta trabajar en los cafetales porque solo les daban quince centavos, y preferían esta modesta holganza. El país está destrozado; no hay trabajo por ninguna parte, según ellos.

Insisto yo todavía sobre la cuestión de las tierras con el general, y le pregunto si es partidario de completar el sentido de pequeña propiedad que tiene el país, dando terrenos a quien no les tenga.

Sandino.-Sí, desde luego, y eso es algo que no tiene dificultades entre nosotros. Tenemos tierras baldías, quizá las mejores del país. Es donde hemos estado nosotros.

Y el general explica su proyecto de colonizar la zona del río Coco, que es de una enorme feracidad.

-Nicaragua importa una cantidad de productos que no debe: cereales, grasas, hasta carne, por la costa del Atlántico. Todo esto se puede producir allí. Por de pronto haremos navegable el río ; después empezaremos a abrir terrenos de cultivo. Pero hay una exuberancia vegetal increíble. Sólo el cacao silvestre les pone por de pronto en condiciones de explotación económica.

Yo.-¿Cree usted en el desarrollo del capital?

Sandino.-Sin duda que el capital puede hacer su obra y desarrollarse; pero que el trabajador no sea humillado y explotado.

Yo.-¿Cree usted en la conveniencia de la inmigración?

Sandino.-Hay aquí muchas tierras que repartir. Nos pueden enseñar mucho. Pero a condición de que respeten nuestros derechos y traten a nuestras gentes como iguales.

Y el general añade luego, en tono de broma, que si había extranjeros que fueran allí con otras ideas, llevados de un espíritu de explotación inaceptable o de dominio político, ellos procurarían irles poniendo espinas en el camino para que su marcha no fuera tan sencilla. Por lo demás, todos los extranjeros serían recibidos como hermanos, con los brazos abiertos.

Hemos recordado en aquel momento el admirable desinterés que ha demostrado en todo momento el general Sandino, y la especial estipulación del convenio que se acaba de firmar expresando que los delegados del mismo indican en su nombre «su absoluto desinterés personal y su irrevocable resolución de no aceptar nada que pudiera menoscabar los móviles y motivos de su conducta pública». Entonces le pregunto:

-¿No tiene usted la ambición de poseer algún terreno propio?

Sandino.-¡Ah, creen por ahí que me voy a convertir en un latifundista! No, nada de eso; yo no tendré nunca propiedades. No tengo nada. Esta casa donde vivo es de mi mujer. Algunos dicen que eso es ser necio, pero no tengo por qué hacer otra cosa.

Recordando que el general Sandino está a punto de tener sucesión, le pregunto:

-¿Y sus hijos, si los tiene?

Sandino.-¡No, eso no es una objeción! Que haya trabajo y actividad para todos. Yo soy partidario más bien que la tierra sea del Estado. En este caso particular de nuestra colonización en el Coco, me inclino por un régimen de cooperativas. Pero eso tendremos que irlo estudiando más despacio.

A propósito de estas cosas -añade el general, sonriente-: hoy he tenido un caso de los muchos que vienen a contarme sus cuitas, que pinta el espíritu ansioso de algunas gentes que manejan dinero. Es un pobre hombre con mucha familia a quien habían prestado trescientos pesos hace mucho tiempo. Ahora el que se los prestó le exige, y como no los tiene, quiere llevarse su casa, el ganado, todo, y hasta sus hijos como esclavos. Y yo le he dicho al prestador: «¿Usted cree que su dinero vale tanto como las lágrimas de esta pobre familia?». Después he dicho al otro que vaya donde uno de esos abogados que hacen justicia y que venga otro día. Yo espero convencerlos. Ya ve usted -añade el general- lo que pasa por aquí -mientras su boca se abre en una franca sonrisa que muestra su excelente humor.

Yo sonrío también ante el recuerdo de esta justicia benévola, que muestra su espíritu persuasivo y no su espada de guerrillero.

Yo.-General, ¿le gusta a usted mucho la Naturaleza?

Sandino.-Sí.

Yo.–¿Más que la ciudad?

Sandino.-Sí; la Naturaleza inspira y da fuerzas. Todo en ella nos enseña. La ciudad nos desgasta y nos empequeñece. Pero el campo no para encerrarse egoístamente en él, sino para marchar a la ciudad y mejorarla.

La vista de las plantas, de los árboles; los pájaros, con sus costumbres, su vida… son una continua enseñanza.

La dicción clara y precisa del general, el sentido didáctico que da a sus explicaciones, hasta el corte de su mano, que se mueve incesantemente y que muestra unos dedos cortos y firmes, nos muestran en el general, no el hombre de fantasía, sino de un pensamiento inquieto y profundo en quien bulle el eterno deseo de saber. Y entonces le pregunto:

–¿Es cierto que desea usted hacer algunos estudios?

Sandino.-Sí; me interesa el estudio de la Naturaleza y de las relaciones más profundas de las cosas. Por eso me gusta la filosofía. Naturalmente que no me voy a poner ahora en plan de escolar. Pero saber, aprender, ¡eso siempre!

Pasamos a hablar después del tema militar, del aspecto de exterminio que tuvo la campaña, y yo le pregunto:

–¿Fueron crueles los americanos?

Sandino.-¡Ah, eso yo no se lo voy a decir! Pregúntelo por ahí fuera y verá.

Yo.-Se habla, entre los enemigos de usted, general, de muertes innecesarias, de crímenes que se atribuyen a parte de su tropa.

Sandino.-Pues si se achaca algún mal, cualquiera que sea, yo soy el único responsable. ¿Se dice que ha habido asesinatos? Pues yo soy el asesino. ¿Que ha habido injusticias? Pues yo soy el injusto. Ha habido que castigar no sólo al invasor, sino al que tiene concomitancias con él.

El general se yergue y habla con energía, y sus ojos brillan con indignación.

Yo.-A mí, cuando me han hablado de estas cosas, he dicho que la libertad no se conquista con sonrisas a los invasores. Que es el precio de la libertad. Pero, naturalmente, creo es muy duro para [ser] dicho por un extraño.

Sandino.-¡Oh, sí; el precio de la libertad!

El general Sandino ha pasado, por asociación de ideas, al rigor mostrado con sus propias tropas para mantener la disciplina. Como algo se ha hablado sobre este punto, le pregunto:

–¿Cuántos fusilamientos ha ordenado usted en sus tropas?

Sandino.-Cinco. Dos generales, un capitán, un sargento y un soldado. Uno de los generales por abusos cometidos. Me denunciaron que había violado varias mujeres. Comprobé los hechos y lo mandé fusilar. El otro, por traición.

Y el general cuenta cómo desde que llegó el general Sequeira creyó ver en él un hombre de lealtad sospechosa. Un día los aviones lo habían sorprendido y lanzaban un bombardeo furioso. El general Sandino se mantenía inmóvil en un rincón cuando, en medio del estampido de las bombas, siente que alguien se acerca sigilosamente. Era Sequeira, con la pistola en la mano. «¡Quiere matarme!», pensó Sandino; e inmediatamente sacó su arma y, abalanzándose sobre aquel le obligó a enfundar su automática. Sequeira quedó sin mando, pero aún participaba en las operaciones. Todavía el general lo sorprendió en un momento parecido al anterior. Cuando le iban a capturar se escapó en dirección al campamento americano. Sandino destacó fuerzas que lo trajeran enseguida, vivo o muerto. Entonces lo trajeron ya muerto.

Yo.–¿Es cierto que todas las armas suyas, rifles o ametralladoras, han sido tomadas al enemigo? ¿Qué tanto por ciento calcula usted?

Sandino.-Sí, puede usted decir que todas, fuera de unos pocos fusiles llegados de Honduras y de los primitivos «Con Con», que ya no sirven. Los que no tenían fusil aguardaban a que se cogiera al enemigo o entraban en acción con bombas y pistola, o sencillamente formaban gente de reserva.

Yo.–¿Tuvo usted, general, durante la lucha la intuición de la victoria moral definitiva?

Sandino.-No; yo creí, al meterme en esta empresa, que no saldría nunca de ella sino muerto. Consideré que eso era necesario para la libertad de Nicaragua y para levantar la bandera de la dignidad en nuestros países indohispano.

Yo recuerdo haber oído expresar sentimientos parecidos entre su tropa, a quienes había oído decir: «Antes morir que humillarnos» y «No nos hubiéramos retirado sin que se fueran los ‘machos’ » .

Yo.–¿Fue su esposa un obstáculo o un estímulo para la lucha?

Sandino.-Fue un estímulo. Al llegar aquí, después de iniciada la lucha la conocí. Intimé con ella. Sus ideas y las mías eran iguales; estábamos identificados. Cinco años estuve separado. Luego pudo entrar en la montaña. Mi esposa nunca ha cejado en su espíritu.

Pero, ¿no la conoce? -añade el general, y llama–: ¡Blanca! ¡Blanca! Te voy a presentar un señor de un apellido muy largo, que no hay manera de pronunciarlo al principio.

Aparece la señora del caudillo. Es una señora muy joven, de facciones correctas, el aire dulce y la tez muy blanca. La saludo, y poco más tarde se va, después de unas breves palabras.

Sandino.-Mi señora es de aquí, con un noventa y cinco por ciento de español. Aquí los españoles se mezclaron poco con los indios.

Yo.-Generalmente, el español se ha unido con los indios fuera de los sitios donde este ha sido muy guerrero. En México, por ejemplo, se ha mezclado poco en Sonora y en Sinaloa. En el resto casi completamente.

Sandino.-Pues aquí, poco. El indio huyó a la montaña. Pero tiene algo. Tanto, que hay un refrán que dice: «Dios hablará por el indio de Las Segovias». ¡Y vaya si ha hablado! Ellos son los que han hecho en gran parte esto. Es un indio tímido, pero cordial, sentimental, inteligente. Ya lo verá usted con sus propios ojos.

Entonces el general manda a llamar a un soldado y le invita a que hable con su jefe, que está sentado en la guardia y que es de la misma raza de los indios zambos del Atlántico.

Hablan los dos, y se aprecia en el dialecto una mezcolanza de palabras de varios idiomas, desde el inglés y el francés al español.

–¡Ahora háblele usted en inglés!- me dice a mí.

Le hablo un rato y veo que conversan los dos perfectamente.

–Y ahora, español- añade.

Efectivamente, lo hablan perfectamente.

Sandino.-Pues ya ve usted si son inteligentes. Pero han estado completamente abandonados. Son unos cien mil sin comunicaciones, sin escuelas, sin nada del Gobierno. Es donde yo quiero llegar con la colonización para levantarlos y hacerlos verdaderos hombres.

Yo.–¿Cree usted en la transformación de las sociedades por la presión del Estado o por la reforma del individuo?

Sandino.-Por la reforma interior. La presión del Estado cambia lo exterior, lo aparente. Nosotros opinamos que cada uno dé lo que tenga. Que cada hombre sea hermano y no lobo. Lo demás es una presión mecánica exterior y superficial. Naturalmente que el Estado tiene que tener su intervención.

Yo.–¿Qué significan los colores de su bandera?

Sandino.-El rojo, libertad; el negro, luto, y la calavera, que no cejaremos hasta morir.

3.- Conversaciones con Sandino.

Hispanoamérica, Centroamérica y España.

Era la misma tarde lluviosa de costumbre; Sandino se paseaba en la habitación oscura, junto a la guardia, y al verme exclama:

Sandino.-¡Sí; pase usted, tenemos gran alegría de que haya un español en el campamento, para que vea lo que somos y lo que hemos sido! Sí; de España hemos recibido un gran apoyo moral.

Yo.-Hubiera sido preferible ayuda positiva, voluntarios…

Sandino.-No; nos han dado algo superior: las ondas que vienen con el apoyo moral. Vale más eso que si nos hubieran enviado un cañonero con soldados y parque.

Y cuenta cómo llegó hace tiempo al campamento un español que era andarín y recorría el mundo. Estuvo varios días y contó anécdotas interesantes de su viaje y de España.

Tengo entendido que este andarín murió más tarde aplastado entre las ruedas de un tren en marcha. Sin duda viajaba económicamente. Y la verdad es que no recuerdo su nombre, que ya me lo dijeron.

En ese momento le traen una carta, y yo le ruego que la lea, interrumpiendo la conversación, y el general añade:

–No; a usted lo consideramos como un miembro de nuestra gran familia indohispana, y no tenemos reserva. Vea usted esta carta: es de un cura amigo, que estuvo aquí mucho tiempo. Es de ideas libres; tiene su familia, hijos, hacienda, y es de aquellos que podrían decir: «Obra como yo te digo; pero no hagas lo que yo hago».

Y Sandino sonríe con su franca sonrisa benévola. Después lee la carta, en que el cura felicita al general por la paz, que dice que no debe quedar a medias.

Yo pregunto al general:

–¿Este movimiento puede tener alguna conexión con los ideales de una Hispanoamérica unida?

Sandino.-Sí; el gran sueño de Bolívar está todavía en perspectiva. Los grandes ideales, las ideas todas, tienen sus etapas de concepción y perfeccionamiento hasta su realización.

Yo.–¿Cree usted posible que este sueño pudiera realizarse en una generación? Aún hay falta de preparación para eso. Comunicaciones, íntima comprensión, una sensibilidad armonizada para sentir los problemas comunes.

Sandino.-Yo no sé cuándo podrá realizarse esto. Pero nosotros iremos poniendo las piedras. Tengo la convicción de que este siglo verá cosas extraordinarias.

Me acuerdo yo entonces de la situación de Centroamérica. Estas pequeñas Repúblicas, con las que no ya la diplomacia yanqui, si no las Compañías americanas, sobretodo las fruteras, juegan como muñecos.

Ellos hacen y deshacen elecciones y ponen sin gran esfuerzo, a sus hombres de confianza. Ahora, en la reciente revolución de Honduras, han dado pródigamente muchas cosas; naturalmente, para cobrárselas luego en alguna forma. Mientras a lo mejor estos países ponen restricciones a la inmigración blanca, están vaciando aquellas Compañías la isla de Jamaica en las costas del Atlántico, para abaratar la mano de obra y los negros siguen aumentando enormemente. Así, las pequeñas Repúblicas tienen su soberanía mediatizada..

Yo.-General, ¿no cree usted necesaria la Unión de Centroamérica?

Sandino.-Sí, absolutamente necesaria.

Yo.–¿Cuándo cree factible el proyecto?

Sandino.-Eso ya vendrá, ya vendrá…

Y el general se pone pensativo; yo, no queriendo ser indiscreto, no insisto sobre punto tan delicado.

Recuerdo que el Presidente Sacasa me decía que él consideraba necesaria la Unión; pero con el tiempo, cuando las ideas comunes y las comunicaciones se hubieran desenvuelto suficientemente y sólo a base de un mutuo acuerdo; pero pienso que hay cerebros centroamericanos dirigentes que creen que la separación representa un estado morboso, una debilidad común, alentada por el imperialismo, y quisieran ir a la Unión por la fuerza. Desde luego, hay una especie de patriotismo centroamericano muy marcado.

Sandino.-De todas maneras, no profesamos un nacionalismo excesivo. No queremos encerrarnos aquí solos. ¡Que vengan extranjeros, incluso americanos, desde luego!

Tampoco pensamos que en nacionalismo político está toda la solución. Por encima de la nación, la federación; continental, primero; luego más amplia hasta llegar a la total.

Yo.–¿Qué le parece de España?

Sandino.-Una nación predestinada. España será la encargada de realizar la comunización universal en el futuro.

Yo.–¿Comunización?

Sandino.-Sí, fraternización. España tiene un pasado glorioso. Allí, según la leyenda, está enterrada María y Santiago, hermano de Jesús. Además, está dando al mundo ejemplos admirables. El advenimiento de la República ha sido algo notable. Lo mismo la actitud del rey que la del pueblo, y en cuanto a la colonización… ¡Mire usted! Yo veía antes, hace tiempo, con protesta la obra colonizadora de España; pero hoy la veo con profunda admiración. No es que esté usted delante. España nos dio su lengua, su civilización y su sangre. Nosotros, más bien nos consideramos como españoles indios de América.

Yo.–¿Y cree usted en la influencia moral de España en la futura América?

Sandino.-¡Indudablemente! Su obra no ha terminado. Perdurará.

Como surgiera alguna alusión al problema regionalista de España, indicó Sandino que le interesaba ese punto de la diversidad temperamental y exclama:

–Diga usted, ¿qué diferencia hay entre un andaluz y un vasco?

Yo.-Pues yo creo que el andaluz representa un predominio de la imaginación, fácil comprensión de otras ideas, ingenio, claridad de conceptos, tendencia a los términos opuestos, optimismo brillante, a veces desaliento, escepticismo otras. Han pasado muchas razas por ahí. En cambio, el vasco es primitivo, con ideas simples, un monoideísta; pero estas enraízan en lo más profundo de su ser, y no se contentan con vivir, sino que tienden a realizarse a la acción. Hay escondida por allí una gran espiritualidad. Es optimista por naturaleza.

Sandino.-Me parecen interesantes estas diferencias. ¿Hay algunas otras?

Yo.-Sí; el catalán y el gallego, por ejemplo, represetan también profundas variedades comarcales y raciales, dentro de la unidad histórica y espiritual. En cuanto a la común armonía del conjunto, todo depende de los grandes ideales comunes.

Después, Sandino hace referencia al vascuense.

–Yo he trabajado con vascos -dice–, y los conozco bien. El vascuense está relacionado con el sánscrito. Hay en el espíritu de los vascos algo de internacional. Están unidos al mundo. Por eso en todas partes se encuentra como en su casa.

Luego, entrando en el tema de la política española, pregunta:

–¿Se orientan bien las cosas?

Yo.-Tengo la convicción de que sí. Hay al frente de España un carácter magnífico: es Azaña. Su obra es afianzar el alma tradicional, el esqueleto de España, e incrustarlo en la evolución moderna. Es el verdadero líder. No va detrás de las masas mendigando; las orienta y las guía. Sabe enfrentarse a una opinión injusta o necia, aunque la tenga la mayoría. Yo espero que lleve tras de sí, en un partido propio, una buena parte de la mejor energía española: los intelectuales, los profesionales, los pequeños propietarios independientes y el capitalismo consciente y evolucionista. Azaña es un hombre de acción, es un hombre providencial.

Sandino.-¿Y la República?

Yo.-A mi modo de ver, La República tiene que resolver la gran antinomia de los tiempos modernos, en máximo de estatismo con el máximo de libertad, los avances del ideal del trabajo con la defensa y el estímulo del bienestar común. El porvenir es todavía de la clase media. Esta y el capitalismo consciente pueden enarbolar todavía una gran bandera, no una bandera vergonzante, sino altiva e independiente. Si el capitalismo debe entregar algún día su herencia o transformarse definitivamente, debe hacerlo con dignidad, como quien ha cumplido una misión histórica, no como el ladrón sorprendido con las manos en la masa. Entretanto, debe orientar, debe participar en el Gobierno, como toda fuerza vital. Además, hoy en día la libertad peligra de nuevo, y no me refiero a eclipses parciales, que pueden ser necesarios. El liberalismo no ha muerto, ni morirá nunca, mientras haya un hombre de corazón libre. Yo creo que alrededor de todo esto debe girar el programa de una República española.

Sandino.-¿Usted me ha pedido un autógrafo?

Yo.-Sí, mi general.

Sandino.-Yo se lo daré, haciendo un saludo a España.

San Rafael del Norte, Feb. 13-1933.

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