En diciembre pasado, en Alemania, se frustró un plan para derrocar no sólo al gobierno, sino a todo el sistema institucional. Una reedición europea (en forma ultra reducida) de lo que intentaron Trump en Estados Unidos o Bolsonaro en Brasil, y que acabó con una veintena de detenciones, y otras dos realizadas en Austria e Italia. Y, en los últimos días, en Roma, ha suscitado polémica una exhibición militar de unos 300 fascistas en uniforme, que conmemoraron con la mano extendida a uno de sus «caídos» en el conflicto social de los años setenta.
En Europa, grupos de extrema derecha reivindican abiertamente el fascismo y el nazismo durante mítines, manifestaciones y conferencias internacionales, gracias al indudable aumento de poder registrado a nivel institucional por partidos y formaciones que provienen de esa tradición, y favorecidos por la hegemonía cultural que se está imponiendo y que interpreta una tendencia general. También es cómplice la completa desmovilización ideológica de la izquierda tradicional, partidaria de la tesis de los “dos totalitarismos” (fascismo y comunismo): más dispuesta a reprimir las protestas sociales (que renuevan el gran miedo sentido por la burguesía en los años setenta), que a un análisis del vacío dejado en las masas populares por sus políticas de adhesión a los intereses del gran capital internacional.
Algunas de estas conferencias cuentan con la presencia de figuras que han irrumpido en la escena internacional en los últimos años, empezando por Trump, y siguiendo por los clones que llegaron después en América Latina, como Bolsonaro o Milei. Y sin olvidar el aporte de otros reservorios históricos de la subversión latinoamericana: los gusanos en Cuba, los fujimoristas en Perú, los uribistas en Colombia, o los títeres más recientemente formados como los golpistas proatlánticos en Venezuela.
Actúan como catalizadores, en primer lugar, los dos países que simbolizan el nazifascismo (esa alianza estipulada entre el fascismo de Benito Mussolini, nacido en Italia en 1919, y el nazismo de Adolf Hitler, surgido en Alemania en 1920, y que arruinó el mundo hasta 1945), pero también la España nostálgica del franquismo (1939-1975), y Francia donde ha crecido la extrema derecha de Marine Le Pen. Codo a lado, pero cada vez con más peso y especificidad, la extrema derecha de Europa del Este, que ha sabido capitalizar los desequilibrios producidos por la unificación europea, proclamando un grandilocuente “soberanismo” en pleno beneficio de las elites locales, que son en todo caso obligadas a moderar el extremismo si llegan a gobernar.
La primera cuestión, de hecho, está aquí, y pone a prueba la capacidad de cambiar la piel, típica del fascismo, frente a los intereses generales que la derecha debe representar -los del gran capital internacional y el complejo militar-industrial- si quiere llegar al poder y mantenerlo. Por lo tanto, cuando esta derecha gobierne, dará un poco más de rienda suelta a sus franjas más extremas, aumentará la represión de los movimientos populares y el revisionismo histórico; pero sobre todo prestará atención a rehacer su composición para aparecer presentable ante las grandes instituciones internacionales, y hacerse con el pastel (por ejemplo, la industria de guerra en Italia).
Lo vimos con la presidenta del Consejo de Ministros de Italia, Giorgia Meloni, que, en pocos meses, pasó de pegar gritos contra la UE en el congreso de la ultraderecha española de Vox, a la sintonía con Ursula von Der Leyen, presidenta de la Comisión Europea; y pasó de los cánticos entusiastas por Trump, hasta el modelo de perrito faldero en la reunión con Biden. Meloni ha elegido un camino concreto: posición atlántista, apoyo a Ucrania y a “Israel” (aún más de la de Biden), alianzas conservadoras en Europa. Por otra parte, en este año de megaelecciones, en las que participará más de la mitad de la población mundial, también se celebrarán las elecciones europeas en junio y, para Italia, la importante prueba de las elecciones administrativas.
Y precisamente en una histórica ciudad italiana, Florencia, en diciembre de 2023 tuvo lugar una conferencia internacional “soberanista”, titulada “¡Europa libre!”. Florencia, capital de una antigua “región roja”, ahora gobernada por la izquierda sólo en algunas capitales de provincia, se considera estratégica para las elecciones administrativas, pero también una prueba importante para las elecciones regionales de 2025.
La conferencia fue convocada por Matteo Salvini, líder del partido Lega, un partido de derecha, que primero gobernó en coalición con los 5 Estrellas, y que ahora también gobierna, en Italia, en la alianza formada por Fratelli d’Italia (el partido de Meloni, resultado mayoritario en la elecciones políticas de 2022), y por Forza Italia, el partido fundado por Berlusconi, y ahora dirigido por el ministro de Asuntos Exteriores, Antonio Tajani, que también es vicepresidente del Consejo.
La Liga es un partido de gobierno, los demás invitados a la conferencia aún no lo son, pero aspiran a serlo con el lema “Empleo, seguridad, sentido común”. Como Trump, se dicen en contra de la desindustrialización, en contra del impulso a los carros eléctricos que quiere la Comisión Europea a partir de 2035 (regla fuertemente defendida por el Comisario de Economía Paolo Gentiloni, de centroizquierda), que – dicen los soberanistas – es una ayuda a China; y claman contra la tecnocracia, contra la inmigración, contra la burocracia.
Este tipo de extrema derecha intentará presionar en las elecciones europeas, influir en el proyecto de un gran centro conservador al que aspira el equipo de Meloni, y competir por el liderazgo. También anunció su pertenencia al grupo conservador una figura de ultraderecha como el rumano George Simion, líder de la Unión de Rumanos (AUR), que envió un vídeo de felicitación a la conferencia de Salvini. También envió un vídeo el portugués André Ventura, que podría emular la victoria de Meloni en las elecciones de marzo 2024.
Una “internacional negra” que está todo menos unida. Esto se puede comprobar analizando las diferentes posiciones existentes en la extrema derecha respecto del apoyo a Ucrania; o a Palestina, que ante ha recibido respaldo de los fascistas, en virtud del antisemitismo que los caracteriza. En Florencia, por ejemplo, estuvo el austriaco Harald Vilimsky, jefe de la delegación del FPÖ en el Parlamento Europeo, que llegó a decir que “es un error apoyar a Ucrania y también es un error apoyar la guerra de Israel contra Palestina”. Vilimsky es prorruso, como los alemanes de AfD, un partido fundado en 2013 que cuenta actualmente con 30.000 miembros.
Una galaxia que, sin embargo, crece y se fortalece, frente al cortocircuito ideológico y simbólico existente tras la caída de la Unión Soviética, y la complejidad del contexto geopolítico; y favorecida por la ambigüedad de la izquierda tradicional, progresivamente virada hacia la defensa de los intereses capitalistas e imperialistas del campo occidental.
“El terrorismo de extrema derecha es un peligro creciente en Europa. Los violentos extremistas de derecha recaudan fondos, organizan conciertos de rock y venden productos comerciales abiertamente. Es difícil saber dónde termina la extrema derecha y dónde comienza el terrorismo. Los terroristas utilizan cada vez más criptomonedas y se esconden detrás de falsas organizaciones benéficas”. Con estas palabras, Ylva Johansson, miembro de la Comisión de la Unión Europea, presentó la primera edición del “Foro sobre la lucha contra la financiación del terrorismo”, organizado en Bruselas el año pasado.