La reciente intervención del presidente chileno Gabriel Boric en la cumbre de países suramericanos hace necesario un debate sobre qué significa el término «progresista».
Esa palabra aparece en casi cada referencia al momento político que vive América Latina y se habla de una “segunda ola progresista” o se intenta ubicar bajo ese paraguas a una amplia variedad de posiciones políticas.
Fraternalmente, les pregunto: ¿puede considerarse “progresista” alguien que ataca reiteradamente a Cuba, Venezuela y Nicaragua sin considerar las graves agresiones de Estados Unidos contra esos países? ¿Es “progresista” la participación en las maniobras militares UNITAS, organizadas por el Comando Sur y que se ejecutan en el marco del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR)? ¿Es “progresista” apoyar a la OTAN? ¿Es “progresista” admitir a pie juntillas el desorden internacional promovido por instancias como el Fondo Monetario Internacional (FMI)?
Este no es un debate superfluo, la pugna por el significado de las palabras es una parte importante de la batalla cultural y de la construcción de la denominada hegemonía. Muchos de ustedes huyen de palabras como imperialismo, colonialismo o izquierda. Es evidente que se quiere moderar, para neutralizar. Quien retrocede en el lenguaje, también lo hará luego en la acción. Por otro lado, quien nombra, designa; quien designa, vence.
Llama poderosamente la atención que desde ese “progresismo”, no solo se analiza la realidad eliminando de la ecuación la constante del imperialismo, sino que ni siquiera se menciona la palabra. Pienso que eso es inadmisible, esa constituye una derrota cultural y política que de hecho significaría además una capitulación.
El imperalismo, como fenómeno económico, financiero, comercial, político, militar, tecnológico, institucional, comunicacional e ideológico es una realidad incontrastable y es uno de los principales obstáculos de la construcción de una sociedad más justa. Entonces, compañeros, ¿es ese “progresismo” antiimperialista?
En otro plano, desde algunos espacios “progresistas” parecen limitar el horizonte político económico a la redistribución de recursos, expansión de ciertos derechos y ampliación del campo democrático a tráves de la lucha identitaria. Nada malo en ello, pero y ¿qué de la lucha de clases? ¿Qué de la obscena desigualdad? ¿Qué del poder descomunal de las corporaciones transnacionales? ¿Qué de la propiedad de los recursos naturales y las empresas estratégicas?
Aparentemente arriaron las banderas de la lucha contra el capitalismo, desconociendo que ese sistema no sólo expolia recursos y explota pueblos, sino que es la causa de la crisis climática cuyo efecto puede ser la extinción de la especie.
Ustedes recordaran que, algunos años después de dejar el poder, preguntaron a Margareth Thatcher cuál consideraba su más importante logro como primera ministra del Reino Unido. La destructora del sindicalismo obrero británico y firme defensora del apartheid en Sudáfrica contestó: “Tony Blair y el nuevo laborismo”, refiriéndose al giro a la derecha del Partido Laborista británico.
Como sabemos, el principal aliado de Thatcher en nuestra región fue el dictador chileno Augusto Pinochet. Probablemente, al ver el resultado del proceso constituyente chileno, el alineamiento del gobierno de Boric en relación con Estados Unidos y sus ataques contra varias revoluciones, ¿podría Pinochet también decir que este “progresismo” esté entre sus mayores logros?
Sé que esas aseveraciones pueden parecer duras, pero la batalla cultural y la claridad de posiciones son muy importantes y perderlas tiene un costo muy alto.
El filósofo político estadounidense Michael Sandel responde a la pregunta del porqué el crecimiento de la extrema derecha, señalando que una de las razones es el fracaso de las políticas de los partidos socialdemócratas o progresistas en enfrentar a la creciente desigualdad provocada por lo que él denomina como “excesos del capitalismo”. Probablemente ahí podemos encontrar las respuestas al fracaso en el proceso constituyente chileno o el resultado de las negociaciones del gobierno argentino con el FMI y la trágica posibilidad de que la derecha retorne a esos
El filósofo alemán de origen Walter Benjamin decía que detrás del retorno del fascismo había una revolución fracasada. Probablemente, el resurgimiento del fascismo en Europa y en otras latitudes del planeta se deba al nuevo fracaso de socialdemócratas y progresistas que prometen cambios y, al no modificar las causas estructurales de la crisis, traicionan su discurso y a sus electores.
El esloveno Slavoj Žižek dice que, en realidad, este tipo de corrientes políticas no puede ver más allá del limitado horizonte del “capitalismo liberal y democrático”, y, por tanto, se convierten en seguidores de Francis Fukuyama, quien ante el colapso del campo socialista en la década de los años 90 decretara el “fin de la historia”.
En nuestro contexto, los “fukuyamistas latinoamericanos”, encubiertos bajo el título de “progresistas”, son funcionales tanto al capitalismo como al imperialismo. Contribuyen tanto a la satanización de procesos revoucionarios o líderes, como también a la satanización de las palabras y su significado. Pretenden quitarle el contenido esencial de la izquierda diluyéndola en las ambiguedades de la “progresía”.
Los efectos de esta tendencia son muy peligrosos porque en los hechos mueven hacia la derecha el centro del espectro político y con él el horizonte transformador. Desde las izquierdas, debemos reconocer que este es un tema de mucha importancia. No podemos permitir que se alimente la confusión y el conformismo, que se intente domesticar las esperanzas y, de esa manera, se sostenga el statu quo.
Para terminar, queridas compañeras y compañeros, si ser “progresista” significa levantar las banderas del antiimperalismo, de la lucha de clases, de la lucha contra el colonialismo y contra el capitalismo, cuenten conmigo para tomar el cielo por asalto.