Galeano, el hombre y el Libro de la Vida

Se suele hablar bien de los muertos, sobre todo si son ilustres. Y más si se le puede sacar provecho.

Eduardo Galeano falleció diez días antes de la celebración internacional del libro, pero antes, sí, mucho antes de abandonar este mundo con sus escepticismos y convicciones, sus alegrías y pesimismos, había venido, desde su visión, dándole partida de defunción a lo que no entendía o desconocía, por falta de información, por carencia de fe o por confiar demasiado en quienes utilizaron su amistad.

En esa lista de “muertos enormes”, elaborada con una sinceridad nutrida de algunas inexactitudes y contradicciones, figuraban desde el Frente Sandinista hasta “Las venas abiertas de América Latina”, un “sí” orgullosísimo que “corregiría” con un “no” definitivo. Pero el principal “muerto” de esta necrópolis particular era Dios.

Nada de esto disminuye el esplendor del escritor, porque el efímero es una duda en el camino que Dios convierte en certeza, si lo acepta, para que pueda llegar a su destino. Por eso, es bueno recordar que Galeano estaba hecho de humanidad. Y nada en lo que el hombre y la mujer se involucren lleva el sello prístino de la infalibilidad. No está en su mortalidad compartida.

Si no era una divinidad ni su palabra dogma, él estaba atento a las exageraciones de la admiración mal administrada. Una periodista cubana le alabó: “Buena parte de mi generación lo ve a usted como al hablador de esas extrañas tribus del Amazonas, un brujo capaz de entenderse perfectamente con los dioses y con sus criaturas…”. Lo único que atinó a decir el intelectual fue un terrenal: “Este elogio me deja mudo…”.

En su obra es constante la crítica a Dios y cuando le admite alguna realidad, lo considera espejo de otros o que Satanás es su “cómplice”. El Todopoderoso es la articulación de una “mentira”:

“Si Eva hubiera escrito el Génesis, ¿cómo sería la primera noche de amor del género humano? Eva hubiera empezado por aclarar que ella no nació de ninguna costilla, ni conoció a ninguna serpiente, ni ofreció manzanas a nadie, y que Dios nunca le dijo que parirás con dolor y tu marido te dominará. Que todas esas historias son puras mentiras que Adán contó a la prensa”.

“Tengo un cielo y un infierno que se alimentan mutuamente. ¿Te imaginás qué sería de Dios sin el diablo?, ¡pobre! Se iría a un fondo de jubilados, tendría que retirarse”.

“En el fondo, uno busca a Dios en los demás. O en la naturaleza, entendida como una bella energía del mundo, que es a la vez terrible y hermosa”.

Darío

Nuestro Rubén, humilde, reconoció ser una obra del Omnipotente y nos ilustró de su amor y sabiduría en un texto que aunque no está en el Libro de la Vida, bien se ovacionaría como un bellísimo Salmo: “Dios derramó en la conciencia/ la simiente del pensar/ y la simiente de amar/ del corazón en la esencia.

Dio poder, conocimiento,/ anhelo, fuerza, virtud,/ y calor y juventud/ y trabajo y pensamiento:/ y el que todo lo reparte/ a su pensar y a su modo,/ como luz que abarca todo,/ puso sobre el mundo el arte./ Y el arte, sello es que imprime/ desde entonces el Señor,/ en el que juzga mejor/ ministro de lo sublime./ Y el artista vuela en pos/ de lo eternamente bello,/ pues sabe que lleva el sello/ que graba en el alma Dios”.

En la Biblia se abunda en el cuido de la naturaleza representada en el Edén, donde ni siquiera se comía carne sancochada, y Salomón, tres mil años antes de que se hablara de la “siembra del agua”, en Eclesiastés 2:6 declara: “Me hice estanques de aguas, para regar de ellos el bosque donde crecían los árboles”.

De ahí que Galeano cometió una injusticia con el Creador al acusarlo de irresponsable con su oficio: “En sus 10 mandamientos, Dios olvidó mencionar a la naturaleza. Entre las órdenes que nos envió desde el monte Sinaí, el Señor hubiera podido agregar, pongamos por caso: Honrarás a la naturaleza de la que formas parte. Pero no se le ocurrió”.

El uruguayo ciertamente posee memorables textos de referencia, palabras de denuncia, que con independencia de arrepentimientos posteriores, conservan una validez en tanto están fundados en la veracidad que no tiene, para su fortuna o desgracia, el escape muy humano de la retractación. No ocurrió así cuando el autor, víctima grande de la desinformación, fue usado contra el Canal Interoceánico; él, que se pasó su vida descubriendo y combatiendo las manipulaciones ajenas, el negocio del odio, el reino de la falsedad, la incomunicación y el cálculo para efectos políticos o económicos, perdió una batalla frente a este último engaño de sus corresponsales.

No todo lo que tenía aires de que así-es, en su creación personal, según él mismo, soplaba verdades verdaderas. Hasta comienzos del siglo XXI, él se contaba en la primera fila de los devotos de su obra fundamental: “Es un libro del cual no me arrepiento ni de una coma, de él estoy muy orgulloso”.

Casi al final de sus días el autor confiesa todo lo contrario: “No sería capaz de leer ´Las venas abiertas de América Latina´ de nuevo. Caería desmayado. Para mí, esa prosa de la izquierda tradicional es aburridísima. Mi físico no aguantaría. Sería ingresado al hospital”.

Galeano así como erró con el Cielo, también se equivocaría en algunas posiciones sobre la Tierra. Y por lo que escribió con la tinta de algunos que abandonaron al FSLN –pero no los bienes tangibles de la “utopía”–, supuso que los sandinistas no volverían al poder.

Y volvieron, tratando de hacer mejor las cosas, sin los dioses y vicedioses “perfectos”, “puros”, “humildísimos”, “impolutos”; “los non plus ultra” del “sandinismo” que tanto incidieron, aplaudieron y dejaron pasar los errores y abusos de los años 80, incluido el Servicio Militar.

Gracias a Dios volvieron simplemente sandinistas, tan humanos como Eduardo Galeano.

** Edwin Sánchez

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