Bajo el sol inclemente, la lluvia inesperada o el ruido constante del tráfico, Nehemías Velázquez, un artista circense de 44 años, se planta frente a los autos con la determinación de quien lleva el arte en la sangre. Hace más de 15 años que su escenario son los semáforos de la capital, donde cada minuto se convierte en una oportunidad para tocar el corazón de los transeúntes con malabares y acrobacias.
Nehemías no se formó en una escuela de circo tradicional. Su aprendizaje fue forjado entre lonas, carpas y caminos polvorientos, creciendo dentro del mundo circense y absorbiendo su esencia desde joven. «Esto no es solo un trabajo. Es un propósito divino», asegura con convicción. Y es que para él, cada acto que presenta en la calle tiene un sentido más profundo: conectar, inspirar, compartir fe.
Cada presentación dura apenas 60 segundos. En ese corto lapso debe desplegar toda su destreza física, arrancar una sonrisa y recibir una moneda antes de que cambie la luz. Es un ejercicio de precisión, resistencia y temple. No es raro que su cuerpo acuse el desgaste, ni que la incertidumbre de cada jornada pese sobre sus hombros. Aun así, nunca ha pensado en rendirse.
A lo largo de su carrera, ha sorteado todo tipo de obstáculos: desde accidentes hasta días en los que no hay ni para el pan. Pero su pasión por el circo permanece intacta. Sueña con levantar su propia carpa y dirigir un espectáculo que brinde oportunidades a otros artistas como él. «Sin el circo no me hallo», dice, resumiendo con sencillez una vida marcada por la entrega total a su arte.
La historia de Nehemías Velázquez es testimonio de cómo los sueños se construyen a pulso, entre esfuerzo, fe y una profunda vocación por el arte. En cada semáforo, este artista convierte segundos de espera en momentos inolvidables. Y en su mirada, sigue brillando la esperanza de que, algún día, su carpa no solo estará anclada en una calle, sino en un escenario propio donde el espectáculo continúe.