La Geografía y sus entrañas no son tan culpables de los estragos que han abatido Managua en los dos últimos siglos, como lo son las terribles y caudalosas corrientes de su anómala Historia. Su colapso comenzó con las perniciosas decisiones de las élites del siglo XIX.
Si no se le conoció a la atrasadísima villa el ánimo suficiente para ser ciudad, menos que los tuviera para haber amanecido convertida de un plumazo en Capital de la República de Nicaragua.
De haberla dejado tranquila, quizás no nos empapáramos de tantos dramas durante la estación lluviosa. Y en paz vivía Managua, hasta que la ahogaron los rescoldos de las guerras ajenas, cuando los militares y políticos intentaron drenar sus odios. Eran tiempos de matancinas entre Oriente y Occidente, Granada y León, timbucos y calandracas, democráticos y legitimistas, liberales y conservadores.
Un improvisado Supremo Director de Estado improvisó la capital en 1852: fue su “obra maestra” en los escasos 55 días que detentó el poder.
Con el apuro de mandar adelante los bueyes, los señorones se olvidaron de lo principal: la carreta. Al fin y al cabo, eso carecía de importancia. Ni siquiera era la cabecera de un territorio, menos que tuviera “facha” para ser un departamento.
Y cuando se “acordaron” de la carreta y del yugo del cual se supone iban a descansar las Paralelas Históricas, no fue pensando en la ciudad, madurada a punto de carburo político: ocupando sus influencias, Pedro Joaquín Chamorro Alfaro (1875-1879) carburó también la Presidencia de su mejor asociado, don Joaquín Zavala.
Llegado el año 1879, relata Cipriano Orúe en su libro “Presidentes de Nicaragua”, “el ambiente electoral enciende las pasiones. Uno de los precandidatos era el socio y amigo del presidente Chamorro, Gral. Joaquín Zavala, miembro de una distinguida familia autóctona de Managua… Chamorro, que apoyaba la candidatura de Zavala, hizo una hábil maniobra política para garantizar el triunfo de su amigo. Por decreto legislativo fundó el departamento de Managua, separándolo del departamento Oriental, garantizando de esa forma los votos de la ciudad natal del candidato. El perdedor fue el coronel Evaristo Carazo”.
¡La capital, con 27 años de retraso, contó con su propio departamento!
Ninguna obra de ingeniería mayor se ejecutó de acuerdo al nuevo estatus de la ciudad, para amortiguar las consecuencias del desmesurado peso de la Historia que se le unció a la frágil Geografía; muchas muertes y demasiada destrucción material se hubiesen evitados desde entonces.
En vez de corregir en aquellos años los efectos de las perturbaciones atribuidas al Cielo, y no a lo que los efímeros desordenaban en el suelo, aumentaron sus páginas fatales con la despedida neoliberal del siglo y recibimiento del XXI, al arrasar –con el crecimiento anárquico y extensión de los negocios– la infaltable referencia cardinal de la vieja Managua: “La Montaña”.
La antigua villa, por su condición de valle, de suelos inestables, formados por milenarios depósitos de materiales expulsados por volcanes ahora extintos, sus fallas geológicas, amén del paso natural de las corrientes que nutren el Xolotlán, siempre representó un reto a los pobladores. Ah, pero no al nivel de calamidad con que fue coronada por las luchas intestinas.
El aluvión
Y las inundaciones, pese a que ahora algunos quieran sacarle provecho político al dolor de los capitalinos, son de vieja data.
El 4 de octubre de 1876, señala Orúe, “luego de varios días de copiosa lluvia, un aluvión lodoso bajó de las laderas que rodean a Managua arrastrando lo que encontraba a su paso y sepultando gran parte de la ciudad. Hubo centenares de muertes y los daños económicos fueron cuantiosos”.
Tal vez el principal símbolo que resume la cosecha trágica de la historia, es conocer quién fue el encargado de arrebatarle a la Leal Villa su melancólica quietud prehispánica, en sacrificio al dios de la guerra, tan venerado por los hijos de la colonia. Es cuando uno más se convence del poder que tiene la palabra, como bien nos advierte la misma Biblia.
En el libro “El recuerdo de Managua en la historia de un poblano”, Roberto Sánchez, nos ofrece un dato que hoy, a la luz de lo que padecen algunos barrios, pareciera ser un eterno nublado sobre la ciudad.
Fue el general Fulgencio Vega quien, en su calidad de Supremo Director interino, firmó el decreto que ascendió Managua a capital el 5 de febrero de 1852. Al militar se le conocía más por su mal nombre que por el de pila y ya esto nos habla de agua: “Borbollón”, bautizado así por su torrentoso carácter. Incluso, ahí está el cauce “El Borbollón”, recordándole a la ciudad sus dolores de parto.
No hay casualidades en esta vida. El diccionario de la Lengua Española expone que Borbollón significa “Erupción que hace el agua de abajo para arriba, elevándose sobre la superficie”.
Si a esto le agregamos que el Lago fue dedicado por la cultura ancestral a Xolotl, el dios mexica del relámpago, el inframundo y la mala suerte, y hacia donde en agosto bajaba la muchedumbre precolombina a rendirle culto con las primeras cosechas, un cuadro más completo no puede haber.
Alguna o mucha incidencia provocaba aquello, porque a pesar de la majestuosidad del Xolotlán, los cronistas de indias y viajeros posteriores parecían competir en un duelo de quien retrataba mejor el triste asentamiento indígena.
Entre Xolotl y Borbollón. ¡Vaya! Pudiera interpretarse un inevitable sino que ata Managua a la desgracia. Con todo, es redimible, mas no solo es tarea del Gobierno de Reconciliación y Unidad Nacional y de la Alcaldía propiamente dicha, entregados a resolver su presente y cambiarle el futuro, como se ha visto en la estética recuperación del casco original.
El porvenir de la urbe también es deber de cada familia, de cada universidad, asociaciones, técnicos y científicos. De las mismas Iglesias, católicas y evangélicas: predicar la salvación de las almas añadiéndole la ciudad donde habitan hoy sus cuerpos.
En esta Cruzada por Managua, la presencia de los buenos empresarios y empresarias, nacionales y extranjeros, es indispensable.
Si antes se “pensó” que con declararla Metrópolis se resolverían los sempiternos conflictos entre timbucos y calandracas, con los resultados ya conocidos, hoy la Ciudad no debe literalmente naufragar en medio de los intereses de los que únicamente piensan en su capital y no en nuestra Capital.
**Edwin Sánchez