En la Natividad hasta las almas frías cambian de latitud, aunque luego echen el Año Nuevo en odres viejos. Sí, todo se mueve de lugar por el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo; unos viviendo el presente y otros pasando revista a las navidades que se salvaron del rastrillo de la memoria por los hermosos encuentros con los padres, los abuelos, las hijas, los hijos, o por el recuerdo de alguien que tanto nos hace falta. Y la lejanía, esa que se siente más en esta temporada entre las familias con sus seres queridos en el exterior.
Hay un simbolismo que los villancicos y las pastorelas se encargan de endulzar, quizás ya no como antes. Y a pesar de que el mercado le saca sus grandes ventajas, al instalar sus propias tradiciones, los hombres y mujeres de buena voluntad terminan haciendo la diferencia.
Mas, llevar la concordia en el corazón depende de la relación con el Hijo de Dios, porque no se compra en las tiendas ni viene envuelta en los regalos, no se halla en los enormes centros comerciales ni a bordo del auto del año, ni a precio de rebaja en los Black Friday. Es absolutamente gratis.
Bueno, no es que sea un pecado ir a esos establecimientos, al Oriental o a los sitios turísticos para la recreación, porque precisamente la intensa actividad que se genera en este mes contribuye al final, con la economía del país.
Lo que sí debemos reflexionar es que se debe ahorrar el espíritu navideño para invertirlo en el resto del año; solo así no se gasta, ni se descompone con el uso, porque es una inversión y se reproduce en una mejor nación para merecer la Visitación del Señor.
Buena voluntad
Los pasajes de Belén, el Niño Jesús en el pesebre, la madre María protegiéndolo, el padre José atento; los pastores, los sabios de Oriente, la Anunciación, detallados en el capítulo 2 de Lucas, le dieron otro rumbo al mundo para siempre.
Hay una declaración que no es del reino de los efímeros. Proviene de los Cielos. “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace” (Biblia de Jerusalén). Sin embargo, sobresale en estos días la Vulgata Latina: “Gloria in altissimis Deo et in terra pax in hominibus bonæ voluntatis”, “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”.
Después de tantas traducciones en castellano, la versión latina de San Jerónimo resulta poética y resume, con esa insuperable expresión, el sentido de la Natividad.
¿Qué significa buena voluntad? Veamos. Cuántos no hemos oído de alguien refiriéndose a determinada persona que le perjudica: “Es que me tiene mala voluntad”.
El diccionario de la Lengua Española dice: “De buena voluntad: Con gusto y benevolencia”. “Mala voluntad: Enemistad, malquerencia”.
¿Nos dejamos llevar por el hígado o por el corazón? Hay cierta gente que todo lo ve terrible: le cae mal el combate a la pobreza con la entrega de gallinas, una cerda preñada y tres quintales de alimentos para el ganado menor a una familia.
Detestan que las inversiones hallan crecido a cinco o seis veces por encima de los niveles de hace diez años. Les duele el boom del turismo y hasta rechinan los dientes con solo escuchar algo del Canal Interoceánico. Es que la paz no alumbra sus almas. No hay buena voluntad.
Por algo la multitud de los ejércitos celestiales no presentaron al Niño Dios a cualquier gente, sino primero a los pastores y, luego, a la humanidad que no vino a la Tierra a dejarse llevar por las pasiones inferiores como los odios y las malquerencias; los rencores y las envidias, es decir todo lo que causa daño, incluso, a los que tienen como hábito de vida la miseria humana.
Jesús de Israel
Jesús, el hombre, no nació en Palestina, como afirman incluso las biblias protestantes en el catálogo de mapas, porque ese nombre proviene del emperador Adriano al intentar sustituirlo por Israel, o Judea, en el año 135 después de Cristo. Así lo registra la historia. El mesías es israelita, descendiente del Rey David, fundador de Jerusalén, de la tribu de Judá, hijo de Jacob, llamado también Israel.
Basta leer el Nuevo Testamento para comprender que el Redentor y sus apóstoles recorrieron Israel, se toparon con samaritanos, platicaron con griegos, curaron a sirios y fenicios; compartieron con etíopes, y de otras naciones que llegaban a Jerusalén durante la Pascua y fiestas importantes.
Lucas, el evangelista, reporta en Hechos 2:8-11, las nacionalidades que visitaban Israel y no habla de palestinos.
Los extranjeros, narra, les escucharon el evangelio en su propio idioma: “¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios”.
Jesús es el Hijo de Dios. Nació de una familia judía, pero su ministerio redentor trasciende las fronteras, las naciones, las razas y sobre todo las ideologías, porque con Él se cumple la promesa divina a Abraham, abuelo de Israel:
“Bendeciré a los que te bendigan, y al que te maldiga, maldeciré. En ti serán benditas todas las familias de la tierra” (Nueva Biblia Latinoamericana de Hoy, NBLH).
**Edwin Sánchez