Cuando un grupo coloca al revés el máximo símbolo universal del cristianismo, la Cruz, se sabe con certeza, dígase lo que se diga, a qué lúgubres fuerzas está invocando.
Es la directriz de hacer todo lo contrario al mensaje que Jesús, el Único Intermediario entre Dios y la humanidad, dirigió a los individuos y las naciones: la paz, la armonía, el amor al prójimo, la justicia, la celebración de la vida, y vida en abundancia.
Con la Cruz apuntando hacia abajo, se señala el Infierno. Es la presentación pública de una agenda de destrucción y muerte. Se reivindica el derecho al vandalismo y ofrecer víctimas al Bajísimo. Pero, ¿quién cree eso en el siglo XXI?, cuestionará más de alguno.
Las atrocidades aupadas por la Cofradía Rampante, organizada y pastoreada por el señor Báez y Cía., tienen claros visos de rituales satánicos. Jamás había acontecido en Nicaragua, como tampoco nunca se vio a hombres supuestamente consagrados a esparcir el incienso del diálogo y el entendimiento, dedicarse a instalar con esmero la discordia y bendecir el azufre de la guerra.
Ocurrió después del crepúsculo del 16 de mayo. Aquella fue una noche dantesca que representó los tres meses cuando los demonios estuvieron de fiesta sobre Nicaragua. A pesar de la gente que estaba en el área de Metrocentro y que podía perecer, nada le importó a la turba derribar una estructura metálica.
Debajo del monumento tumbado yacía una persona, aplastada por la irracionalidad que alentó el sanedrín del diablo. Encima, y fuera de sí, danzaban, saltaban y daban voces los “inofensivos manifestantes”.
El saldo de la “protesta pacífica” literalmente quedó en rojo.
¿Que se trató de algo fortuito? Que se los crea Yeya.
Fue un sacrificio humano donde los conjurados no perdieron el tiempo en demoradas ceremonias. La violencia de por sí es una liturgia express de sujetos poseídos, y no precisamente por “el demonio de la ternura”. Tan así que nadie se responsabilizó de aquel “accidente” provocado por el salvajismo de renunciar a la vía cívica para tomar el poder a sangre y fuego. Y por ser demasiado evidente, no achacaron la horrorosa muerte a los sandinistas, tal como lo hicieron abrumadoramente, a través de los fakesnews, con las demás víctimas.
Era apenas uno de los sacrificios cometidos durante los largos días en que individuos dominados por espíritus de maldad, atentaron contra el derecho a la vida, la libertad y el mismo acuerdo en marcha con la OEA, destinado a perfeccionar la Democracia.
Después, en esa deriva anticristiana, para colocar al revés la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y sin la autorización del papa Francisco, inaugurarían la primera y única Prelatura del Odio y sus Tranques Adjuntos que se haya conocido sobre la faz de la Tierra. Desde ahí atizarían el secuestro de la ciudadanía, la destrucción esmerada de la propiedad pública y privada, y el asesinato para culpar con alevosía al Gobierno Sandinista liderado por el presidente Daniel Ortega y la Vicepresidenta Rosario Murillo.
II
Es precisamente en este siglo hiper digital cuando más se encumbra la mentira y se apedrea la verdad. Todo lo que se muestra y exhiba al revés es una validación gráfica de lo que se pretende o ya se ha ejecutado.
Se cumple así, al pie de la letra, aquella profecía de hace unos 30 siglos: “¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!” (Isaías 5:20).
Hemos llegado a una época en la cual hasta en la CIDH, donde se supone abundan las personalidades ponderadas, honestas y doctas del continente, se aplaude la Inversión de Valores.
Si hay todavía alguna duda de quiénes aumentaron las “páginas fatales de la historia”, los autores “cívicos” se encargaron de despejarla al reivindicar la barbarie de 2018 con una maligna señal: orientar el Escudo Nacional hacia abajo. Además de esa confesión involuntaria, revelaron otra: no les da el seso para ser, aunque sea mínimamente, originales.
Pero, más allá de ello, no se trata de una simple “protesta” a como quieren maquillar el irrespeto al Símbolo Patrio. Hay una identificación con la oscuridad. Se trata de una declaración de intenciones, algunas cumplidas en parte, de lo que quieren y desean, al costo que sea.
La “genial idea” de Báez y compañía era dejar patas arriba no solo el emblema, sino lo que representa: Nicaragua. Y a pesar del desastre causado, no renuncian a su destartalada programática. ¿De dónde más podría provenir la macabra imagen de invertir los símbolos amados sino de aquellos que, al hacer lo contrario de lo proclamado por Cristo, voltean la Cruz?.
Lo primero que pusieron para abajo, antes que la bandera, fue el VIII Mandamiento: “No levantarás falso testimonio”. Se ordenó cambiar los hechos por las patrañas.
Entonces, los antiguos ultraizquierdistas y “viajeros de la oportunidad” (la frase es del historiador Rafael Casanova) que dijeron “Adiós muchachos” al Frente Sandinista tras la derrota electoral de 1990, fueron los responsables de las alcantarillas de la derecha extremista. Desde ahí enfilaron su nauseabunda artillería, literal e inmoral, contra la tradicional cordialidad del nicaragüense para promover la contienda entre hermanos.
A partir de abril de 2018, comenzaron en serio sus viejos ensayos de “los armados” y “los tambores de guerra” del señor Mata, que en vez de tocar las campanas de la reconciliación y la fraternidad, incitaba como Báez al desencuentro y, sobre todo, la siembra de cizaña de una variedad más resistente al agua bendita y el exorcismo.
Ese papel ,muy periódico de los señores referidos, es el paradigma patético de aquellos sacerdotes no investidos de lo Alto en aras de trabajar por el Evangelio de la Paz, sino invertidos por sus demonios para incurrir en las bajezas ya conocidas.
III
Y, por si faltara algo, la Cofradía Rampante dio la orden de poner a Nicaragua contra el suelo. Si nuestro país se perfilaba con un crecimiento económico del 5% en 2018, casi a la par de dos naciones avanzadas en América Latina, había que darle el volantín. “La economía no importa” fue la brutal consigna de los gamonales del siglo XIX, devenidos en primitivos capitalistas que van a misa con el corazón al revés.
Tal es contenido abominable de izar la bandera de Nicaragua de cabeza, y que se completa, si acaso no bastara lo anterior, con el principal significado de acuerdo al protocolo internacional: declarar la rendición total ante una fuerza extranjera de ocupación.
Dirigir una nación de verdad cuesta. Hay que ser líder y contar con mucha inteligencia, y un desarrollado sentido del tiempo histórico, lo cual dista mucho del gobernante hecho a la medida de la mediocridad, sea del somocismo del siglo XX o su insalubre versión actualizada del siglo XXI.
Eduardo Galeano decía en 1986, precisamente hablando de Nicaragua: “…bien se sabe que el subdesarrollo implica toda una tradición de ineficacia, una herencia de ignorancia, una fatalista aceptación de la impotencia como destino inevitable. Es muy difícil salir de esta trampa. No imposible”.
Por eso la subalterna Cofradía de tramposos quiere una patria al revés. Estos sujetos “muy ambiciosos, que trepan sin escrúpulos en la escala social” (así define el diccionario a los rampantes), están debidamente entrenados para conducir un remedo de país con órdenes enlatadas en la metrópolis. Porque para espolear la trágica sumisión y catequizarla diabólica resignación, lo que menos se necesita es el cerebro.
¿Pruebas? Ni siquiera les da la maceta para diseñar su propia bandera.
Se han preguntado ¿por qué estos señores en vez de usurpar y deshonrar la Bandera Nacional, no tienen la suya propia?
Es que resulta inconcebible plasmar lo que está empozado en los meandros de esas almas. ¿Qué auténtico creador podrá ser estimulado por la amargura profunda que segregan el rencor infinito, la envidia desmedida y la codicia descontrolada?
Ningún artista, ni siquiera “un artista del pecado” –el verso es del poeta español Blas de Otero–, se atrevería a perpetrar semejante crimen contra el arte y el género humano.
De ahí que es poco probable encontrar un diseñador gráfico, un porta liras de los colores y las formas que se inspire en la obstinada nomenclatura de la vileza, aunque sea para trazar las primeras líneas de lo que sería, para cualquier respetable ciudadano, el insoportable boceto de un ladrido en la noche.
A la hora de definir un símbolo representativo de un pueblo, y no de los intereses mezquinos de la miseria humana, se necesitan ideales, sueños, valores, sensibilidad, inteligencia, altruismo y corazón. Y la verdad. Es decir: la natural y humana capacidad para amar.
Al reverso del bienestar común habita el alma envenenada. Los embanderados del odio, el resentimiento visceral y la interminable falsía –toda esa ponzoña enmascarada de política–tenían el ominoso objetivo de voltear el país soberano para consumar el nefando Delito de Lesa Patria: reincorporar Nicaragua a los últimos restos coloniales que aún quedan en el mundo.
Y para enarbolar semejante ignominia cualquier trapo inmundo sirve, al revés o al derecho.
Sin embargo, levantar un país arrodillado por casi 200 años, y más dirigir un Estado Nacional, requiere neuronas, visión y decoro: la noble herencia de Augusto César Sandino. Pero a la élite de los blasones, y sus arrimados apellidos de planilla, solo “le fue dada la infamia”.
Eso diría Borges. Y también Tomás Borge.