El maestro Gregorio Selser, estudioso de la vida y la lucha de nuestro General Augusto C. Sandino nos lo describe en un escrito que ya cumple 40 años de antigüedad.
Publicado por primera vez en el periódico cubano “Juventud Rebelde”, el 22 de febrero de 1974, lo rescatamos de los archivos de la historia.
Sandino: Por Gregorio Selser
Algunos que lo conocieron y que estuvieron a su lado, alcanzaron a describírnoslo, muchos años más tarde: un alfeñique —coincidían—, una figura esmirriada de rasgos angulosos, a los que solo un alto sombrero podía dar una estampa de casi alto.
Sin el sombrero, su extrema delgadez podía hacer suponer que sólo se requería soplarle para que se cayera. Pero bastaba que comenzara a hablar para que el enjuto cuerpo cobrara estatura de gigante. Sus ojos se animaban del fuego sagrado que no le iba a abandonar sino con su aniquilación física, los delgados labios se abrían para dejar paso a una voz que parecía ni estar de acuerdo con el tono que la emitía y toda la santa furia que la animaba se desparramaba como un bramido, ampliada como si un oculto mecanismo microfónico estallara en su garganta para acusar, para denunciar, para asumir el compromiso siempre renovado, aunque nadie le pidiese cuenta de él, de expulsar al odiado invasor de su patria, al rubio yanqui que la había avasallado, a su amada Nicaragua a la que veía ensuciada por la mera presencia foránea que extraviados políticos, del mismo modo que con el filibustero William Walker, habían llamado como casi un siglo atrás, para resolver pleitos que solo a los nicaragüenses concernían.
Decía «Nicaragua» o «La Patria», y aunque lo que más conociera de ella era agreste, áspero y montuno se antojaban plácidos ríos, más fértiles valles con bucólicos pastores acompañando sus majadas, quietas y hermosas aldeas donde el tiempo se hubiera detenido, los hombres simples discurrieran en paz y feliz monotonía y las mujeres acunaran sus niños en las calles, a la luz del día.
Quizás esa era la Nicaragua de su niñez, o la de su adolescencia, la tierra en paz de la pequeña Niquinohomo, adonde aún no habían llegado sino como una distante referencia los ecos de fusiles enfrentados dirimiendo la nunca terminada querella entre conservadores y liberales, mechados y calandracas, godos y gachupines. El «yanqui», quizás era entonces mucho más citado como el «gringo». Se le había visto en el mineral de San Albino en procura de oro, y se le confundía con otros extraños, centroeuropeos o nórdicos. Eran distintos entre sí pero aparecían como iguales frente al nativo de corta estatura y tez entre oscura y cobriza. Eran duros y despreciativos, como el conquistador en cualquier parte de la Tierra, desde Genghis Khan hasta Hernán Cortés, desde los hermanos Pizarro hasta los energúmenos «Rough Rider» del no menos energúmeno Theodore Roosevelt, a los que la leyenda socarrona y divertida alguna vez los presentara como modernos cruzados liberando a Cuba y Puerto Rico.
En verdad, Borinquen había comenzado a ser fagocitada en nombre de la libertad. Si no ocurrió lo mismo en Cuba, fue porque miles de Sandino, Maceo y Martí, habían batallado durante décadas, dejado sus huesos, el grito de furia, y la sangre hirviente y restallante en la manigua, en el cañaveral, en cualquier cruce de caminos, como pago a cuenta de una adquisición lejana, tan distante como una estrella, pero tan segura como la tierra por la tierra por la que morían con alegría y orgullo. Cuba fue independiente. Cuba fue libre, pero le escamotearon como artilugios de gitanos el disfrute de su nueva condición, trocándose en ocupación franca de los conquistadores por esa otra sutil, sinuosa y escondida de los mercachifles y caballeros de la industria. El imperio de la metrópoli lejana es ahora un Morloc de cercana vecindad, que ni hablaba al español ni rezaba a Jesucristo. Pero era de nuevo el imperio que como Shylock quería cobrarse a cada gota de sangre derramada, la propia y la ajena.
El «gringo» y el «yanqui» si no tuvo a Cuba como hoy tiene a Puerto Rico, a Guam, a Hawai, no fue porque le faltaron ganas.
Roosevelt había probado, con su robo de la Zona del Canal y la infamia del Tratado Hay-Bunau-Varilla, que el puritanismo protestante era una moral siempre tan flexible como la que había justificado —religiosamente, por supuesto—, la masacre genocida de centenares de miles de pieles rojas, de nativos legítimos de la tierra que los especuladores deseaban para sí. Aún así, se permitió arrancar a la nueva República, Bahía Honda y Guantánamo, mediante esa amoral extorsión que llevó el nombre de Enmienda Platt. Fueron los tiempos de la Gunboat Diplomacy o Diplomacia de la Cañonera, después llamada Big Stick Policy o Política del Gran Garrote. Fueron sus víctimas Panamá, Puerto Rico. Haití y la República Dominicana. El Caribe era el Mare Nostrum de Estados Unidos, el Mediterráneo norteamericano, y allí regía el «Fiat» decretado desde Washington.
Roosevelt fue sucedido por William Howard Taft, «una barriga rodeada de pillos y tunantes», como describió su obesa figura uno de sus biógrafos (pensando en Richard M. Nixon). ¿Han cambiado mucho los tiempos? ¿Hay gran diferencia entre Spiro Agnew renunciando a la vicepresidencia para evitar ser acusado de vulgar ladrón, y este Presidente que llegó pobrísimo a la política, este Nixon a quien un Bebe Rebozo puede deslumbrar con el oro de sus millones y llevarlo de las narices para cometer lo que en cualquiera de nuestros colonizados países se llama «robo de gallinas»?
El presidente Taft fue el creador de la Dollar Diplomacy o Diplomacia del Dólar, que se distinguía de la del Garrote o de las cañoneras porque se ponía guantes blancos y usaba sombrero bombín o de copa. El resultado era casi idéntico: igual latrocinio, análogo espíritu de coloniaje, similar propósito de sujeción imperial.
II
Con Taft comenzó la segunda invasión de Nicaragua. La primera fue aquella del filibustero Walker, que tuvo por singular virtud y positivo milagro la de unificar a toda Centroamérica en un solo haz para expulsar al invasor felón y genocida, racista y esclavizador. La segunda comenzó en 1909 y en un principio, solo se propuso ser una operación de apoyo a los conservadores Estrada, Chamorro y Díaz, para que pudieran colocarse en lugar del liberal Zelaya. Lo lograron, claro está, para de paso quedarse con algunas ganancias extras de La Luz y los Ángeles Mining Co., que por extrañísima coincidencia pertenecía en parte al secretario de Estado de Estados Unidos, uno de los pillos que rodeaba la barriga Taft, un tal Philahders Chase Knox.
Sandino tenía entonces entre doce y trece años de edad. Tres años más tarde, ya en plena adolescencia, ocurriría la intervención lisa y llana de los marines al mando del brigadier general Smedley Butler. Gran tipo este Butler. Militar, participante como oficial y jefe en la mayor parte de las tropelías, invasiones e intervenciones en el Caribe entre 1905 y 1930 tuvo, ya retirado, el nobilísimo gesto de declarar ante el Senado que sentía vergüenza y deshonra por todo cuanto había tenido que hacer como militar, especialmente porque debió hacerlo contra pueblos indefensos, sencillos, amantes de su patria, y porque debió hacerlo —agregó— solo para beneficio de banqueros de Wall Street, de mercaderes, de estafadores y políticos que solo buscaban enriquecerse utilizando el pabellón de Estados Unidos.
Quizás fue Butler el que en 1912 debió desembarcar en Corinto, Nicaragua, y liquidar a cañonazos la resistencia de aquel heroico general Benjamín Zeledón, que no se rindió a pesar de no contar sino con algunos rifles. Los marines bombardearon Masaya y, en Paso Ceballos, fue muerto fúsil en mano el valeroso Zeledón, y quizás con el Springfield que usaban los cubanos contra los españoles y que se vendieron como chatarra a los nicaragüenses. El rescate del cuerpo de Zeledón y su transporte a lomo de caballo, para evitar su captura por los yanquis, es otra de las páginas de epopeya en Centroamérica. Los marines se quedaron desde ese momento, hasta 1925, y al cuidar de los negocios de los conservadores, de paso, contaron con una base de operaciones no estipulada en tratado alguno, susceptibles de alcanzar, con su poder, a toda Centroamérica…
Taft dejó la presidencia no sin antes ser responsable de una de las mayores atrocidades en la historia de nuestra América: el asesinato del presidente y del vicepresidente de México, Madero y Pino Suárez. Su embajador Henry Lane Wilson fue el que se reunió con el etílico general Victoriano Huerta y planeó en la embajada yanqui en México el derrocamiento y posterior matanza de ambos mandatarios.
La «Diplomacia del Dólar» había dejado paso a la diplomacia del rifle —las que, con posterioridad, se alternaron en todo el Caribe— y Huerta aplicó a sus presos la Ley de Fuga. A partir de ese momento, México fue un campo de batalla durante casi los tres siguientes lustros. Allí se metió con cañones el general John Persking, diz que a la búsqueda de un tal Pancho Villa, bandido residente en México, según rezaba la orden del sucesor de Taft, el profesor Woodrow Wilson.
Este profesor Wilson no era un matachín bravucón como Roosevelt, ni un gánster de levita como Taft. Experto en derecho internacional, maestro de leyes, se propuso enseñar a los países de América a elegir buenos gobernantes, para lo cual bombardeó Tampico, ocupó Veracruz después de una batalla con sus defensores: ocupó la República Dominicana, ocupó la República de Haití, prosiguió la ocupación de Nicaragua, intervino en los asuntos internos de Costa Rica y Panamá, envió tropas a Cuba gracias a la Enmienda Platt y, siempre con la «mejor» de las intenciones democráticas; no dejó desaguisado por cometer u ordenar, y no solo en nuestra América sino que también quiso «salvar» a Rusia del «bolcheviquismo» y se inmiscuyó descaradamente en sus asuntos internos en plena revolución.
El profesor Wilson pasó a la historia como el «apóstol de la paz». Él fue el autor de los 18 puntos que sirvieron de base para el Tratado de Versalles que se utilizó, entre otras cosas, para preparar la Segunda Guerra Mundial. Enfermo y amargado por todo lo mal que le había ido en sus últimos años de presidente, especialmente con el Senado y sus tiburones como Cabot Lodge, se murió sin llegar a adivinar que su sucesor, Warren Gamaliel Harding, apenas iba a estar unos meses en el poder, del cual lo que más le importaba era la posibilidad de reunirse con políticos ricachones a los cuales poder ganarles al póker. De ese nivel fueron —y siguen siendo— ciertos presidentes de Estados Unidos. Quizás las deudas del póker, quizás sus líos mujeriles, que también exigían dinero, le llevaron a dejar en manos de amigos la conducción de ciertos asuntos de Estado que a la postre, como en el caso de Teapot Dome, se convirtieron en negocios escandalosos, aunque vistos a la distancia, queda corto frente a los […] de la ITT y el Partido Republicano (léase Nixon, Mitchell, Kleindienst, Dean, Ehrlichman, Haldeman, etc., más Agnew) y ni que decir de Watergate. Harding no aguantó tanto o no quisieron aguantarlo sus cómplices. De manera que, aún hoy es secreto de Estado, si en el tren en el que viajaba desde Seattle, se suicidó o alguien envenenó su comida.
Eran los principios de la década del 20, de los célebres años locos. Al alegre Harding le sucedió el taciturno Calvin Coolidge, de quien la historia cuenta que le tomó juramento como presidente su propio padre, a la luz de un candil. Coolidge habló poco pero hizo lo suficiente. Entre sus célebres frases figura aquella de que «el negocio de Estados Unidos son los buenos negocios». Esto solo basta para retratar al personaje.
Los tiempos no daban ya para aventureros en el Caribe, de modo que prosiguió la tendencia iniciada por Harding de quitar pies y manos de las repúblicas intervenidas. Las discusiones con México por causa del petróleo se resolvían entre bambalinas. Ya habían sido asesinados Zapata, Villa, Carranza y otros molestos nacionalistas que recelaban del gringo que, según el consejo del viejo Roosevelt, se manejaban con suaves palabras pero, por las dudas, llevaba consigo un garrote. El manco Obregón, aquel general mexicano que sostenía no haber conocido nunca a un general que resistiera un cañonazo de un millón de dólares, había dejado la presidencia a su sucesor Plutarco Elías Calles, que siguió enfrascado con el eterno problema de las concesiones petrolíferas.
III
Los Sinclair, los Mellon, los Rockefeller no eran tan pacientes y emplazaron a Coolidge y a su secretario de Estado, el célebre Frank Kellogg. Debía hacerse cualquier cosa para doblegar a Calles. Y allí fue donde, sin quererlo, apareció de rondón Nicaragua, aquel perdido rincón de Centroamérica donde aún disputaban liberales y conservadores sobre quién debía gobernar el país, si los eunucos y sirvientes del Departamento de Estado, como los Chamorros y los Díaz, o aquellos como Sacasa que sin mando de tropas ni vínculos con mercachifles o financistas, querían una patria por lo menos digna, si no liberada de tutelajes y compadrazgos. Sacasa pidió y obtuvo los auxilios de Calles una vez que fue despojado del poder que legítimamente le correspondía. Y bastó con la ayuda desinteresada para que el Departamento de Estado clamara a todos los vientos por la intervención de los «bolcheviques mexicanos» en los asuntos internos de Nicaragua.
Las intervenciones que por más de veinte años se habían estado desarrollando desde la Casa Blanca, aparentemente no habían sido tales, sino visitas de cortesía, más o menos prolongadas, pero sin mala intención en el fondo, aunque quedaran tendales de muertos y heridos y desaparecidos.
Lo de Calles, que no fue sino un aprovisionamiento de unas pocas armas, «concones», por el barco «Concón» que las transportó y que se hundió a pocos metros del puerto, era «exportación del odiado comunismo». Ni qué decir; ni Calles ni Sacasa eran comunistas con o sin comillas. En el primer caso, lo probó el hecho de que, cuando finalmente llegó a un acuerdo con el embajador Morrow, enviado especial de Coolidge, cedió en lo referente al petróleo (que solo diez años más tarde, con Cárdenas, sería reivindicado para los mexicanos). Calles dejó de ser comunista para los yanquis y, años más tarde, terminó sus días, cuando los azares políticos le llevaron al exilio.
En el segundo caso, el liberal Sacasa era menos importante pero sí más empecinado. Entre Chamorro y Díaz le habían birlado la presidencia, y aunque fuese por las armas, quería recuperarla. Llegó, en su ansiedad, a viajar a Washington para rogarle a Kelloggen en ese sentido. Solo cuando llegó a la conclusión de que la Casa Blanca estaba más cómoda con Díaz, se enojó como para decidirse a tomar las armas.
Es por entonces, diciembre de 1926, en que un militar delegado de Sacasa, el general José María Moncada, desembarcó en Puerto Cabezas, en la costa atlántica (el mismo lugar, coincidentemente, de donde saldrían los barcos de la CIA, en la primera quincena de abril de 1961, con dirección a Playa Girón en Bahía de Cochinos, donde un pueblo bien bragado le dijo basta al Pentágono, al State Department y a la Casa Blanca), y se dispone a marchar hacia Managua. Y es por entonces que el almirante Pulián Latimer, jefe de la escuadra yanqui en el Caribe, interviene en favor de Díaz y despoja de su armamento a Moncada. Y es en ese lugar que unas pobres prostitutas venden sus favores al invasor a cambio de rifles, armas estas que entregarán secretamente a un hombrecillo, pequeño y esmirriado de mirada de fuego, que les dice que con ese armamento se considera suficientemente abastecido como para enfrentar al yanqui.
Unos treinta rifles consiguieron las muchachas nicaragüenses para que el enjuto Augusto César Sandino, que se las pedía a sabiendas de que no tenía un mísero centavo para pagarlas. Aquellas muchachas, marginadas de la sociedad, mostraban más patriotismo con ese, su humilde gesto, que todo el cacareado por los militarotes de dentro y de afuera de Nicaragua, antes y después…
¿Cómo no iba a llamar la poetisa Gabriela Mistral, a ese montón de zarrapastrosos comandados por un semianalfabeto, el pequeño ejército loco de heroísmo, tan loco, que se proponía nada menos que hacer frente a la potencia mayor de la tierra? Y, sin embargo, Sandino lo hizo, y durante seis años su nombre figuró en diarios, radio y revistas, atacado por aviones que hacían su primer entrenamiento bélico en el continente americano sobre poblaciones abiertas como la base de Quilali; combatido por expertos marines y por las tropas de la Guardia Nacional nicaragüense adiestrada por los invasores, técnicos en represión. Porque este fue el nombre que le puso Sandino, pese a que el único cañón con que contaba era un deshecho, recompuesto después de cada disparo. Ejército y ejército loco, por supuesto, ya que su táctica y su estrategia se hacían en el lugar, hacían de la nada, de la improvisación y el espontaneísmo, y cada soldado era cabo y general de sí mismo, según lo que ocurriese. Sabían que debían expulsar a un invasor, en posesión de su suelo, invasor vulnerable y no invencible, y que pensó que la faena era simple para tan pocos campesinos famélicos, palúdicos, ignorantes, pero quien no pocas veces mordió el polvo de la derrota y a quien se le echó abajo una media docena de aviones de reconocimiento o bombarderos.
Sandino lo hizo y su proeza es hoy historia. Está en los libros, en los viejos y apergaminados diarios de su tiempo. Las latas de sardinas, alimento de los invasores, le sirvieron para inventar rústicas granadas con pólvora, piedra y clavos. Cualquier objeto arrojable a distancia era un arma. Y el invasor y sus siervos de adentro tuvieron no pocas ocasiones de comprobarlo.
Coolidge dejó la presidencia cuando aún Sandino peleaba y la dejó igualmente su sucesor, Herbert Hoover, aquel bajo cuya presidencia se produjo el crac de la bolsa de Nueva York. El mandatario siguiente, Franklin D. Roosevelt, tuvo muy en cuenta la gesta de Sandino cuando en la Conferencia de Montevideo, su secretario de Estado proclamó que en lo adelante el principio de la no intervención regiría las relaciones entre Estados Unidos y sus vecinos de Hispanoamérica. Sandino triunfó, aunque para entonces estaba muerto, por traición alevosa de Anastasio Somoza. Triunfó como había triunfado en su objetivo fundamental: «Que el yanqui se vaya de mi tierra y nos deje a los nicaragüenses resolver nuestros propios asuntos».
… No puedo menos que pensar en cómo llegué a conocer de su vida y de su historia, y cómo el conocimiento de aquellos me llevó a escribir mi primer libro.
Es algo que por primera vez refiero, aunque no sea de misterio o secreto. El motivo inicial fue Guatemala, la Guatemala de Arbenz, que a mediados de 1954 fue víctima de la intervención de la CIA y la traición de su ejército. Como tantos otros que a miles de kilómetros de distancia asistíamos impotentes a su tragedia, nuestra rabia y desesperación nos condujo a leer, a saber más, a saber el por qué, el cómo, el cuándo. Y por leer acerca de Guatemala debimos leer con relación a Centroamérica, y por leer con relación a Centroamérica conocimos lo del Canal de Panamá, la del filibustero William Walker, lo del general Benjamín Zeledón, lo de Martí, Maceo, Mella y Charlemagne Peralte, el haitiano también asesinado a traición; y recalamos en Sandino, una de las figuras más puras de la historia de nuestra América, que no descuella especialmente en este siglo, por figuras que en cantidad se le asemejan. Pienso, guardadas las debidas distancias —sin pretender asociar nuestra modesta obra con la del compatriota que a su modo fue otro Sandino—que lo que ocurrió al Che Guevara en 1954 en Guatemala, donde le sorprendió la invasión del traidorzuelo Carlos Castillo Armas, fue lo que movió a jóvenes como yo a decidirse en el enfrentamiento con el imperio, que hizo —y sigue haciendo— de nuestros países y nuestros pueblos, metecos, esclavos, dependientes…
(Juventud Rebelde, La Habana, 22 de febrero de 1974)