En respuesta a la tendencia iniciada por críticos antillanos, y que se remonta a los años 30, de enfrentar la figura de José Martí (1853-1895), magnificándola, con la de Rubén Darío (1867-1916), deprimiéndola, expongo mi perspectiva. Así, deslindo al primero como superhombre suicida y al segundo como Bolívar literario de nuestra América.
El superhombre suicida
¿Por qué considero a Martí superhombre? Porque era un hombre superior, excepcional. Homagno se autollamaba. ¿Y suicida? Porque, realmente, decidió morir en el momento que creyó oportuno y culminante. Su muerte ya estaba contenida en la “religión del patriotismo”, al que se había consagrado durante toda su existencia. La fecha y forma de su muerte fueron coherentes con su vocación política, con el sustrato ético que lo condujo a la concepción sacralizada del suicidio.
Al respecto, Salomón de la Selva enseñaba que Martí no era guerrero. Lo azuzaron y atormentaron los intransigentes incomprensivos, y cuando se lanzó rifle al hombro a la manigua, iba al suicidio. A Martí lo obligaron a suicidarse. Sin embargo, muchos cubanos no creen en esa versión. En la Isla, oficialmente, no puede ni debe aceptarse. Pero basta leer el extraordinario ensayo de Guillermo Cabrera Infante sobre el suicidio en Cuba para enterarse plenamente de ese hecho real. También el español Antonio Oliver Belmás lo ha demostrado.
A otro ilustre nicaragüense, Mariano Fiallos Gil, se le debe la misma perspectiva: “Martí no se resignó a que el viento se llevara sus palabras, sino que se entregó, suicida, para convencer a los escépticos de fin de siglo, que la inteligencia sale también por los campos de Montiel…”. Así, el 19 de mayo de 1895, en un lugar conocido como Dos
Ríos, recibió la muerte de un balazo cuando, desoyendo el consejo de los hombres de armas, ensilla su caballo y se lanza, inexperto y solo, el combate.
Nuestro Bolívar literario
Tras esta introducción, habría que preguntarse: ¿Qué significa esencialmente Rubén Darío? En primer lugar, fue nuestro Bolívar literario: independizó la creación poética ––y, en parte, la prosa–– de la tradición española. Por un proceso de ósmosis, asimiló las letras modernas de Francia para renovar completa y genialmente las formas y el lenguaje poético en el idioma de Cervantes. Los poetas surgidos posteriormente (entre ellos Vicente Huidobro, César Vallejo y Pablo Neruda, por citar a tres cumbres latinoamericanas) no se conciben sin él. Mucho menos los españoles como Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez. El primero lo llamó Capitán y el segundo Rey siempre.
En pocas palabras, ¿quién fue Darío? Para mí no hay un solo Darío, sino muchos: el cosmopolita arraigado, el capitán transatlántico del modernismo (tanto en nuestra América como en España), el cronista e intérprete lúcido de los acontecimientos y problemas de su tiempo y, entre otros, uno de los forjadores y cantores de la identidad latinoamericana.
¿Qué otros Daríos habría que enumerar? El excepcional cuentista fantástico, el notable epistológrafo y el esteta cosmogónico. También quiso ser novelista (de sus seis intentos solo logró uno: El oro de Mallorca, autobiográfico, existencial, moderno) y ejerció la diplomacia con auténtico interés.
Darío, el diplomático
¿Pero le sirvió para algo la diplomacia?No tanto como él hubiera deseado. Pero ella lo sedujo y contribuyó a sostenerlo económicamente. Darío fue tres años cónsul de Colombia en Buenos Aires (1893-1895) cinco como cónsul de Nicaragua en París (1903-1907) y ministro residente de su patria en Madrid (1908-1910), aunque con tropiezos y dificultades. Además: su patria lo delegó cuatro veces en misiones internacionales (Madrid, 1892, 1905), Río de Janeiro (1906) y México (1910). La diplomacia constituyó para él una vocación complementaria, útil para realizarse como escritor.
Y como poeta. ¿Produjo, entonces, más poesía que otra cosa? En realidad, escribió más prosa que verso. No debe olvidarse que vivió de su pluma: como periodista vital y vitalicio, o específicamente, ejerciendo la corresponsalía del diario La Nación, de Buenos Aires, en Europa. Igualmente, debe tomarse en cuenta su producción como crítico de arte y literario, autor de ensayos, semblanzas, poemas en prosa ––género ajeno a Martí––, manifiestos, prólogos, traducciones del francés, páginas autobiográficas y, sobre todo, crónicas. A la insurrección independentista de Cuba le dedicó, por ejemplo, una extensa crónica laudatoria, publicada en La Nación el 2 de marzo de 1895. Ahí habla de Martí: “cabeza, portavoz, apóstol, lengua, clarín” de esa insurrección; de Máximo Gómez y de Maceo.
¿Influyó la prosa de Martí en esa crónica? Más que influencia, se advierte una asimilación personal de la prosa martiana, lírica y pletórica: la misma que expresará Darío en su obituario sobre Martí, también publicado en La Nación e incorporado a su libro Los Raros (1896). En ese hermoso panegírico elegiaco, el capitán del modernismo llama infortunado a Martí por su decisión de apagar, y dejar interrumpida, su portentosa voz y creación artística; muerte que enaltecerían, según él, “los tambores de la mediocridad” y “los clarines del patrioterismo”. La verdad es que también el pensamiento de Martí, en plena evolución quedaría trunco con su autosacrificio, según afirma la estudiosa cubiche Ileana Azor Hernández.
Diferencias entre Martí y Darío
Cuando nació Darío, la independencia política de Nicaragua tenía 46 años de consumada; al inmolarse, Martí no pudo vislumbrar la independencia de Cuba, por lo demás mediatizada muy pronto por la tutela norteamericana. Por eso los proyectos vitales de ambos fueron distintos: el del cubano, fundamentalmente político y el del nicaragüense esencialmente literario. La tradición que sustentó a Darío —la de los “poetas malditos” de Francia— no marcó a Martí. Este fue menos artista que Darío, como lo reconoce la martiana Fina García Marruz: “Si uno compara las figuras literarias que estudió Martí con las que aparecen en Los Raros de Rubén Darío, tendremos que anotarle al segundo una mayor consciencia de lo literario en sí mismo”. Más aun: nada menos que Fidel Castro ––en respuesta a una pregunta de Tomás Borge–– admite que Martí “no fue fundamentalmente poeta”.
Martí produjo más prosa que Darío, pese a vivir siete años menos que el centroamericano. Pero este escribió más poemas, mejores y profundos, que Martí. Basta comparar “Los zapaticos de rosa” (1889) del cubano, y “A Margarita Debayle” (1908) del nicaragüense. El primero ––un “típico cuentecillo en verso” lo llama José Miguel Oviedo–– se reduce a una anécdota trivial y edificante distribuida en monótonos octosílabos retóricos, mientras el segundo ––un apólogo maestro–– trasciende la suya, transfigurándola y alcanzando tres categorías: la des-historización, la trans-ubicación y la trans-temporalidad.
También el fundador de la poesía moderna en lengua española obtuvo mayores logros literarios: la escritura de cuentos (casi cien), género en el que apenas incursionó el prócer fundacional de la isla con tres cuentecitos para niños; la concepción y plasmación de programas estéticos, más la dirección de publicaciones periódicas exclusivamente culturales, como la Revista de América (Buenos Aires, 1894) y muy modernas como Mundial Magazine (París, 1911-1914). Lo literario en él no excluía el testimonio profético de la revolución social, como el proclamado en su prosema “Por qué” (1892), inconcebible en Martí y que refuta la acusación a Darío de practicar la “evasión repudiable”.
Temas de la cuentística rubendariana
Por otro lado, la narrativa breve de Darío —excepcional para su tiempo–– abarcó logros inimaginables en la prosa de Martí: la elaboración artística del cuento parisiense, el impactante relato naturalista y de protesta social, la ficción neo-pagana, la recreación sustentada en diversas mitologías, el apólogo de tradición bíblica, el cuento maravilloso, el extraño y el fantástico. A Darío le obsesionaba el doble, la cábala, el más allá, el misterio esotérico, la abolición del tiempo y la tiranía del rostro humano, entre otros motivos.
El modernismo vinculante
El modernismo, sin embargo, los vincula. Desde luego. Martí es (con Manuel Gutiérrez Nájera en México, José Asunción Silva en Colombia y Julián del Casal en la misma Cuba) uno de sus iniciadores. Sin embargo, no concretó un libro pleno y unitario como Azul… (Valparaíso, 1888): primer logro orgánico, cosmopolita y transatlántico del modernismo en nuestra lengua. No se puede relacionar con el martiano Ismaelillo (1882), que no se leyó ni influyó y proponía más una vuelta a la tradición española que una nueva tendencia de la poesía. En cambio, Darío en Azul… introdujo creadoramente la libertad francesa del modernismo en las dos orillas del Atlántico y emprendió la apertura hacia la universalidad de nuestras patrias periféricas.
Luego, en Prosas profanas y otros poemas (1896, 1901), Darío logró el poemario en español más señero del siglo XIX, en virtud de su prodigiosa renovación del instrumento expresivo, logros léxicos y rítmicos, versificatorios, plásticos y musicales; toda una concertación artística y armónica, poseedora de gracia y vitalidad, “erotismo poderoso, melancolía viril, pasmo ante el latir del mundo y del propio corazón, más la conciencia de la soledad humana ante la soledad de las cosas”, como advirtió Octavio Paz en su momento.
Poco después escribió y publicó su opus rotundum, Cantos de vida y esperanza (1905), uno de los libros forjadores del siglo XX: organizado y orgánico, unitario y heterogéneo, cimero e intimista, despliega la concepción del arte y de la poesía como superior destino, la identidad latina y una acendrada hispanofilia, la exaltación de nuestra América y la protesta antimperial; además de confesionalidad desgarrante, angustia existencial, erotismo trascendente y sincretismo religioso. En fin, un orbe humano que contiene el optimismo esperanzador y el pesimismo trágico, la fe cristiana y la duda, la alegría y el desamparo, la proclamación de la vida y el pavor de la muerte.
Influencia en España
Por eso Martí es un caudillo “que juanbautísticamente anuncia el modernismo, bandera y cruzada del americano de Nicaragua que enrola a los españoles” —señala el argentino Dardo Cúneo.
¿Y Martí influyó en España? Muy poco. O casi nada. Él arribó a la península como peregrino de la confinación y el exilio. España, opresora de la Isla, no le reconoce credencial alguna. Por su lado, en 1898 Darío acude a su patria madre, metrópoli del naufragio imperial, para imponer unas formas nuevas y renovar la voz española. No es un exiliado, sino un maestro; no sufre ninguna ley, sino que funda nuevas leyes en la patria del idioma. Por esta razón, cuando Gerardo Diego publica su famosa antología de la poesía española en 1934, el único latinoamericano que incluye es Darío. Lo mismo realizaron José Corrales Egea y Pierre Dermangeat en la antología de la poesía española del siglo XX, editada en París, 1966, como lo dio a conocer ese gran martiano que fue Juan Marinello. Darío, en efecto, continua siendo contemporáneo, o sea, vigente. En cambio, Martí como poeta no trasciende el pasado decimonónico.
Pero a él se le considera uno de los fundadores del modernismo ––argumentarían muchos––. Esta cuestión ha sido polémica. Sin embargo, don Federico de Onis, en su monumental Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932) ––también de 1934–– ubica acertadamente a Martí dentro de la transición del romanticismo al modernismo (1882-1896) y a Darío como el máximo realizador del último movimiento. El autor de Cantos de vida y esperanza ––sostuvo Gabriela Mistral en 1945–– “no ha sido superado dentro de la poesía española de todos los tiempos”.
Vidas personales
A los 49 años y 19 días murió Darío. Entonces ya había ejecutado una obra poética, más extensa y muy superior a la de sus antecesores modernistas, fallecidos antes que él y a una edad menor: Casal a los 30 años, Silva a los 31, Gutiérrez Nájera a los 36 y Martí a los 42. Asimismo, ya había agotado su vida; ya era “un tronco viejo, arruinado, un hombre en cenizas”, como lo confesó en su pre-agonía.
La adicción al alcohol determinó su fin. Mas no afectó su quehacer literario para ganarse la vida. Durante más de veinte años, sin fallar nunca, envió cuatro colaboraciones mensuales al diario La Nación. Darío siempre mantuvo su hábito laborioso de lectura y escritura, conservó el decoro personal y, como dijo la ya citada Gabriela Mistral, desarrolló “la hidalguía perfecta en las relaciones literarias”.
En cuanto a Martí, no dejaba de ser proclive como Darío, aunque en menor proporción, al uso del alcohol y a la atracción de la carne femenina. No en vano mereció entre sus amigos, aludiendo también a su baja estatura, el cariñoso apodo de Ginebrita. También una de sus enfermedades pre-mortem ––aparte de la tuberculosis y de una hernia que le fastidiaba desde joven–– era la sífilis. Con todo, Martí se portaba como un caballero romántico. En las fiestas, sacaba a bailar a las feas.
Cabe ahora preguntarse si ambos fueron felices. Desde luego, se entiende por tal la realización constante y enérgica de amar y sufrir la patria, en el caso de Martí; y la consumación de su arte en el de Darío. Si hubo áspera hiel en mi existencia / melificó toda acritud el arte ––confesaría en el primero de los Cantos de vida y esperanza––. Pero ninguno gozó la felicidad conyugal, careciendo de un legítimo hogar. Martí fue abandonado por su esposa Carmen Zayas Bazán (calificada por su esposo de torpe y venenosa), quien no supo comprender ni valorar la suprema misión del apóstol y retornó a la Cuba española con el hijo de ambos: Pepito. Mas el carismático líder halló, además de afinidad política, un apasionado amor en Carmita Millares, dueña de la pensión que fue su refugio familiar, casi todos los últimos quince años de su vida, en Nueva York; ellos procrearon a María, hija doblemente ilegítima, pues Carmita estaba casada con un inválido: Manuel Mantilla. Sin embargo, la niña María fue para Martí “el ser que más amó en el mundo”; por eso la educó y se despidió de ella, al igual que de Carmita, horas antes de entregarse a la muerte.
Por su lado, Darío tuvo dos efímeras esposas: Rafaela Contreras, fallecida a los veintitrés años, que significó para él un frustrado ideal; y Rosario Murillo Rivas, a quien no perdonaría nunca su violencia y engaño; con ellas no vivió —lo reitero— sino escasísimo tiempo. Y fue Francisca Sánchez, una campesina analfabeta de España, la mujer que lo acogió a partir de sus 34 años y le dio lo más parecido a un hogar, pero fuera de matrimonio.
¿Obras completas de Darío en Nicaragua?
Finalmente, ¿se ha reconocido a Darío en Nicaragua como lo es Martí en Cuba? Imposible afirmarlo. Tuvo que transcurrir más de un cuarto de siglo para que en el preámbulo de la Constitución vigente se incluyera a Darío entre los fundadores de la nación. Y tampoco ningún gobierno nicaragüense ha asumido la posibilidad de reunir y preparar con rigor científico sus obras completas. En cambio, las de Martí han sido objeto de permanente y suma atención desde antes del triunfo revolucionario y su personalidad resume la esencia cubana.