El 9 de diciembre de 1893, hace ciento treinta años, nació Alfonso Cortés en León de Nicaragua. Yo le conocí el jueves 4 de noviembre de 1965 en su casa de habitación. Los jóvenes le considerábamos el más loco de los poetas y el más poeta de los locos. Me acompañaron Octavio Robleto y otro poeta, por cierto de Masaya, de cuyo nombre no quiero acordarme, con quienes ingerí café junto a la plaza enladrillada de La Merced, donde iban y venían futuras odontólogas con sus gafas y sobretodos y alguna muchacha ritmo de venada, novia de poetáfobo.
Tras las presentaciones formales, autorizadas por su hermana María Luisa Cortés (ella lo había trasladado a León el 10 de septiembre de 1965, tras permanecer en el Psiquiátrico o Kilómetro 5, 21 años y 5 meses), se inició la conversación en la sala. Alfonso —revelando una ininterrumpida lucidez— me impresionó tanto que permanecí sumido en el más respetuoso silencio. Nos comunicó —y esto no es sino un breve recuento de su parla— que había realizado una traducción cristiana del monólogo de Hamlet, porque tal pieza era calvinista. O cosa así. Que la cuestión para Shakespeare es ser o no ser (to be or not to be), pero que (según su traducción) ser o no ser no era la cuestión. “Porque la cuestión es salvarse” —sostuvo con énfasis.
Pulcramente vestido de traje blanco y encorbatado, parecía una especie de semidiós visionario; mas allí lo tenía de frente, de rostro sonrosado, desplegando una locuacidad erudita, evocando vivencias y reiterando obsesiones de épocas diversas enquistadas en su cerebro admirablemente disparatado. “El calvinismo lo está introduciendo el gobierno” —aludió al régimen de su coterráneo Juan B. Sacasa, un mandatario sin mando, que en junio de 1936 se vio obligado a dejar la presidencia de la República, pero según Alfonso continuaba en su cargo.
Pasó entonces a referir que Porfirio Barba Jacob, el poeta y pederasta colombiano, se portó maldoso y canalla cuando le dijo que las piernas de un joven de medias café —mientras paseaban en las calles de León— eran preciosas. “Yo tengo buenos y malos versos” —admitió. “Pero sólo los primeros deben publicarse”. Nosotros sólo le escuchábamos hasta que Octavio intervino: “Basta ‘Ventana’ y otros pocos para que usted trascienda en lo universal”. Al poeta le disgustó esa opinión. “No hay que tener lengua viperina señor —reaccionó—. Uno debe ser franco, tener buenas razones y hablar poco. Yo soy de pocas palabras” —agregó tras veinte minutos de parla casi imparable.
“Además, soy uno de los primeros poetas de la Patria. O cosa así. Yo compito en poesía con Félix Pedro López, Fernando Larios y Anselmo Fletes Bolaños. Mi deber es elaborar mis versos lo mejor que pueda”. [López fue un fabricante de chibolas, viajero por los Estados Unidos, donde había quedado fascinado por el beisbol y, a su regreso, tradujo las reglas Spalding en 1924; también se le ocurrió en 1946 la aventura quijotesca de postularse como precandidato a la Presidencia de la República: “delito” que le costó una soberana paliza pública, propinada por la Guardia Nacional, cuerpo coercitivo que ejercía dos funciones: la de Ejército y la de Policía: ¡una verdadera transgresión antidemocrática!]
Yo soy un patriante
—¿Y usted dónde vive? —me espetó Alfonso.
—En Granada.
—¡Ah, sí! ¡Granada!, la ciudad de mi amigo Félix Pedro López. No la conozco, pero cuando regrese a Managua voy a darle un vistazo. Su arquitectura es volátil ¿No es así?
—Como la de León —comenté—, aunque con más gracia y armonía —se me salió el orgullo localista—. Salomón De la Selva la cantó en unos alejandrinos. ¿Qué opina de Salomón?
—¿Por qué me hace esa pregunta? —me lanzó un boomerang clavándome sus destellantes ojos azules.
Octavio Robleto intervino de nuevo aclarando que yo investigaba la obra primigenia de Salomón de la Selva. Alfonso continuó diciendo que, pese a comentarios desfavorables hacia su persona, él no descalificaba a nadie. Asimismo, nos habló de la Divina Comedia y de su autor, clave en toda su obra. “O cosa así” —reiteraba su muletilla. “Porque lo primero que se explica —sentenció— es la Santa Madre Iglesia y luego, difícilmente, la Patria. Pero yo soy un patriante” —se autodefinió, inventando un neologismo que aplicaría a Pablo Antonio Cuadra en un soneto de 1968.
Alfonso continuó su genial perorata refiriendo que en la adolescencia había dormido con una serpiente, a la que mató al despertar; tema de su poema “Cuadro” que, tras cursar la clase de Psicología en la universidad, me serviría para advertir que en ese texto operaba uno de los símbolos de transformación —descubierto por Young—reveladores de su sostenida represión sexual.
También nos habló de Poe, de sus lejanas traducciones del inglés, francés e italiano para dar a conocer la poesía moderna; de la sabiduría de Virgilio, de Quevedo, de los malos poemas de Darío, del respeto que les profesaba a los tata-curas (o sacerdotes); de Antonio Machado, de San Juan Crisóstomo y, en fin, de San Pablo.
Poco tiempo después volví a casa de Alfonso Cortés en León. Ahora me acompañaban Julio Cabrales y Noel Rivas Bravo. Con el primero dialogó sin dificultad. ¿Vería en el rostro de Julio alguna chispa de locura compartida? Así lo sospecho. Ingenuamente, Julio le preguntó por su edad. “Todavía soy joven —le aclaró Alfonso— porque los años que estuve en la góndola no los cuento”. Cabrales poseía una energía poética sin tregua. Pero una sífilis —adquirida en España de joven— lo condujo a la esquizofrenia. Fue autor de “Sonata para enflorar tu psiquis abolida”, preanuncio de su tragedia mental, difundida en la revista Papeles de Son Armadans, dirigía Camilo José Cela.
Alfonso nos obsequió un retrato suyo en hoja impresa con su característica letra minúscula. Solo cortesía revelaba. Pero poseer su autógrafo era algo valioso. Porque Alfonso no acostumbraba a suscribirlos. Todavía conservo ese documento, mas la dedicatoria ha sido corroída por el tiempo.
En noviembre de 1967 la revista bilingüe Américas, editada en Washington, publicó mi primera nota biobibliográfica sobre Alfonso dentro de la brevísima antología: “Ocho poetas nicaragüenses / Eight Nicaraguan Poets”; el retrato que le había trazado Rodrigo Peñalba ilustraba sus poemas cardinales “Ventana” y “La canción del espacio”. Ese trabajo, encargado por Pablo Antonio Cuadra, se limitaba a poetas vivos.
El 12 de septiembre de 1968 el poeta Alfonso Cortés recibió la Medalla del Congreso Nacional y en octubre de ese mismo año la UNAN le otorgó el Doctorado Honoris Causa. Fallecería el 3 de febrero de 1969. Le sobrevivieron tres hermanas: María Luisa (que dedicó su vida a promover la obra de Alfonso), Margarita y María Elsa. La casa donde falleció fue convertida en un tiempo en Museo Alfonso Cortés. Salomón de la Selva (uno de los tres grandes de la poesía nicaragüense post dariana) junto con Azarías H. Pallais y Alfonso) lo valoró en 1930 como “el primer poeta del continente después de Darío”.