El hombre que esculpió una montaña

Acompañado por tres cinceles y una piedra de río, Alberto agarró monte para crear una escultura que le llevó 34 años en terminar. La obra del ermitaño nicaragüense es ahora visitada por turistas de todo el mundo.

Un año antes de que la revolución sandinista iniciara los combates decisivos que cambiaron la historia de Nicaragua, Alberto Gutiérrez Girón conversaba con los pájaros en la cima de una montaña. Ellos, dice, “hablan mucho cuando se avecina la lluvia”.

Corría el año 1977 de un día y un mes incierto. El tiempo en la montaña no tiene horas sino estaciones, y aquel hombre de 33 años llevaba varios inviernos sin pisar una ciudad. Por aquella montaña pasaron guerrilleros, soldados de Somoza, sacerdotes en busca de pobres y pobres en busca de comida. Pasó la sombra de la Historia, pero él permanecía allí, en la cima de la soledad, con tres cinceles en una mano y una piedra de río en la otra.

“Miré la montaña y recordé mi sueño, porque, todo esto que ve aquí, lo soñé”, dice Alberto Gutiérrez Girón, ya anciano, frente a esa misma montaña, entre la vegetación, una araña escalando por su barba y el espejo de la memoria junto a él. “El día en que cumplí 9 años mi padre me puso la mano en la cabeza y me dijo: ‘ya está celebrado tu cumpleaños'”.

Era temprano en la mañana, recuerda Alberto, demasiado temprano para acabar una fiesta que nunca comenzó. El niño corrió por las veredas, regalándose flores y amigos imaginarios. Al llegar la tarde, extenuado, se durmió en una caja que su padre había acomodado junto a su cama. Aquella noche, recuerda Alberto: “soñé que esculpiría esta montaña”.

En aquel día de aquel mes de 1977, el hombre de 33 años agarró un cincel, lo apoyó sobre la ladera de la montaña, y empezó a golpearlo con una piedra de río. En los descansos fumaba un cigarro y escuchaba consumirse las hojas de tabaco en el silencio de una cima donde, lentamente, pasaba la vida.

El viejo y la montaña

Llegué hasta Alberto en un autobús “guajolotero”, una de esas viejas chatarras que los estadounidenses venden a su trastero particular de Centroamérica. El camión cruza dos veces al día el Tisey, una cordillera al norte de Nicaragua convertida en reserva natural desde hace veinte años. En mitad de la reserva hay una parada sin señalizar y, frente a ella, un sendero que se adentra dos o tres kilómetros por el bosque. Al final del sendero, entre colinas, nació Alberto un 17 de octubre de 1944, hace 68 años, aunque quizá otro día recuerde otra fecha. Así de caprichoso es el tiempo en la montaña.

Don Alberto parece sacado de un relato de Saint Exúpery, con su planeta, su baobab y una avioneta para viajar llamada “imaginación”. El viejo principito es un hombre alto, a la altura de la montaña, pero en hombre. La cumbre de su rostro es un gran temporal de barba y pelo blanco, anárquico, como su sonrisa desdentada. Ya no le quedan agujeros en el cinturón para ajustarse los desgastados pantalones, ni hilos para coser unos zapatos llenos de remiendos.

Vive en una choza donde se agacha cada vez que entra y se encoge cada vez que duerme. Hoy ocupa la cama con un “somier” de piedras que dejó su padre al fallecer, hace ahora 27 años. Dice Alberto que la casa no se ha caído por el poder de Dios, “que es muy grande”, y cuando lo dice sonríe con esa risa huérfana de dientes clavada en su boca, porque, llueva o truene, el viejo está feliz.

La casa, levantada con tablones de madera, está decorada con dibujos de trazos infantiles: un par de crucifijos, dos figuras humanas, una catedral, un corazón… Alberto marca con el dedo las letras de su nombre, talladas en la puerta, y las pronuncia mientras desliza la mano por ellas. “A-L-B-E-R-T-O. Alberto… qué bonito, ¿ve? En la vejez me voy dando cuenta de la letra. Con las letras de mi nombre imagino otras palabras… Así aprendí a escribir”.

A las cuatro de la mañana, cada día, el viejo Alberto se despierta para perderse en la montaña y confesar a los pájaros lo que nunca pudo escribir sobre el papel. “El que no tiene amigos no tiene nada”, dice, con el cigarro en la mano, hablándome o pensando en voz alta, no lo sé.

El viaje: “las armas” para esculpir

Alberto cierra los ojos y respira unos segundos con el aliento silbante de un fumador veterano. “Los pájaros llaman a la lluvia”, dice, diez minutos antes de que empiecen a caer las primeras gotas. El viejo se rasca la barba con la yema de los dedos, se acerca a una flor, la huele y la comparte con la ilusión de un niño con zapatos nuevos. “Todo lo que siembro, ahí pega… Siembro con una fe muy profunda…”.

Algunos dicen que don Alberto es un personaje excéntrico, rayando la locura; otros, la mayoría, piensan que es un hombre generoso, un artista que carga a la espalda 70 años de soledad y que, en ese saco de silencio, sólo se respira paz. Yo, al verle, pienso que la felicidad es cuestión de instantes y que, en ese sentido, don Alberto vive una eterna primavera. “Mire, estos hoyitos los he hecho para que los pájaros puedan beber agua… qué bonito ¿ve?”.

Alberto asocia todo a un mundo divino, a ese don que Dios le dio y que, dice, andaba vagando en su memoria. Su cuerpo también vagó por Nicaragua durante unos años, y en el camino encontró los objetos necesarios para regresar a la montaña y hacer realidad su sueño: tres cinceles y una piedra de río. Pero eso llegó mucho después.

“Mi abuelo construía molinos de piedra antes de que llegaran unos sabios que empezaron a hacer molinos de hierro”, afirma, de nuevo ante el espejo de la memoria. Alberto creció en esta montaña, al lado de su padre, construyendo ripias de piedra y sembrando la tierra. Algunos días caminaba varios kilómetros para hacer encargos en las comunidades vecinas, momentos que él aprovechaba para esconderse y dar sus primeros tragos. Tenía 12 años, dice, y fue el adelanto de una larga temporada en el infierno de la ‘cususa’, un licor de maíz popularmente conocido como “patada de mula”.

En una de sus pocas salidas a la ciudad, ya adolescente, coincidió en una cantina con otro joven llamado Francisco Rivera. Alberto recuerda que tomaron dos tragos cada uno, después de otros tantos en soledad. “Ya tomadito me dijo que se iba para la defensa de Nueva Segovia”, exclama, mientras señala una escultura dedicada a Rivera.

Aquel muchacho que conoció en una cantina de Sutiaba se convertiría en uno de los guerrilleros más célebres de Frente Sandinista de Libración Nacional (FSLN). Al mando de una columna de once hombres, atacó por primera vez a las fuerzas somocistas en la ciudad de Estelí durante los combates decisivos de la revolución, a finales de los 70. El Zorro, como era conocido entre sus compañeros, murió pobre y alcohólico en la ciudad que él mismo liberó.

Alberto no fue a combatir pero se alistó para iniciar un viaje por Nicaragua en busca de trabajo. Llegó hasta el río San Juan, en el sur, y a la costa de Bluefields, en el Atlántico. “Me daban unos cuantos reales por sembrar palmeras. Allí me escapaba y buscaba lugares para protegerme de la lluvia. Yo sólo oía rugidos, pero será que los animales le quieren a uno y no me pasó nada… Mire, ese es un ‘guardabarrancos’, es el pájaro más humilde… qué bonito, ¿ve?”.

Es difícil mantener una conversación sobre su pasado. A veces es una ardilla, otras un ave, o una planta exótica, siempre hay algo que le distrae, diariamente, en su pequeño planeta de baobabs. Alberto reverencia cada rincón de la montaña como alguien que despierta cada día sin recordar nada del anterior…

Después de la experiencia en Bluefields,  Alberto continuó el viaje por Nicaragua, escapando del ruido mundano cuando ya había agotado el dinero en las cantinas. En una obra inacabada encontró tres clavos, tres cinceles que metió en su bolsillo pensando, quizá, en su sueño. Buscó también la soledad del río Blanco, en Matagalpa, y allí recogió una piedra de río que guardó en su morral.

Alberto tenía en sus manos las herramientas necesarias para cumplir su sueño. Entonces decidió regresar a su montaña, para borrar, dice, los estragos de la ‘cususa’. “Cuando uno se siente muy afligido es Dios que se acuerda de él. El ángel malo le está atrasando…”.

La hazaña

Aquel día de aquel mes de 1977, Alberto empezó a esculpir la montaña. A las cuatro de la mañana, cada día, se ocultaba entre la vegetación con un arado, tres cinceles y una piedra. Abrió veredas por la ladera, construyó escalinatas de tierra y barandales de madera. “Algunas noches ponía mi colchón aquí y dormía bajo las esculturas. Quería hacerme ermitaño y me dejé crecer el pelo hasta el lomo… hasta que llegaron las primeras visitas, entonces me lo arreglé un poco”.

Alberto desgastaba la piedra tres horas al día, sembraba maíz y comía vainas silvestres. Dice que imaginaba las historias de sus padres y abuelos, dice que las ideas le llegaban a la mente, que no sentía la lluvia y el sol, que “uno ya está hecho al campo”.

Empezó con la catedral de Estelí, le siguió una rana, un jaguar, un elefante, Sandino, Hércules, Rubén Darío, las Torres Gemelas, los guerrilleros que pasaban, el niño Jesús, Francisco Rivera El Zorro, la Virgen María, el guardabarrancos y Rosa Morales, libertadora de Nicaragua. “Represento la cultura de mi país con mucho respeto… qué bonito, ¿ve?”, exclama mientras ríe, con la boca desdentada, frente a ese gran mural de esculturas que terminó 34 años después.

Don Alberto no está casado, no tiene hijos ni novia a la vista. Aunque sus hermanos viven muy cerca de él, ha llevado una vida prácticamente ascética durante más de un cuarto de siglo. Una comitiva del gobierno local fue a buscarle hace cuatro años para darle una placa conmemorativa por su contribución al desarrollo turístico del Tisey. Le subieron en un coche y le llevaron a Estelí, la ciudad más cercana. Admirado, el viejo Alberto comprobó los progresos del tiempo: “Hay que ir con cuidado porque ahora hay muchos vehículos”.

Cuando  empezó a esculpir tenía la edad de Cristo, 33 años, soñó tres horas, dice, y encontró tres cinceles, “qué bonito, ¿ve?”. Delirio o casualidad, quizá un día Alberto miró al cielo y, una mano divina tocó su cabeza para darle ese don con el que logró “domesticar” una montaña indómita. El hombre que aprendió a escribir su nombre en la vejez, fue capaz de esculpir sus pensamientos con una piedra de río y tres cinceles tirados en una obra.

No sabría cómo clasificar sus esculturas, aunque hay en ellas un reflejo de arte rupestre, algo rudimentario y primitivo. Casi todas están representadas de perfil y guardan una perfecta armonía con la naturaleza que las rodea. Todo es un mosaico de la imaginación, no hay ninguna técnica y cualquier semejanza con algún estilo escultórico es pura casualidad. Es, literalmente, el lenguaje de lo quimérico.

Hace unos años los ciudadanos de Estelí empezaron a hablar de un ermitañoque hacía esculturas en la montaña. La noticia corrió de boca en boca y, en 2007, empezaron a llegar turistas de países tan variopintos como Escandinavia, Alemania, México, España o Taiwán. Estos días, por ejemplo, el viejo Alberto se enciende cigarros con un mechero de Nueva Zelanda  y siembra semillas importadas de China. “Cuando viene la gente me hacen regalitos. Han pasado por aquí muchas  personas, una más después de ti”.

En Nicaragua los ancianos salen en las tardes a los patios de las casas y cuentan historias de antaño, “las pasadas2, dicen. Uno de esos ancianos se encontró con un joven que llevaba una botella de ron en la mano y éste le ofreció un trago. “¿Sabés? —le dijo el anciano—. Los viejos vivimos sólo de recuerdos, pero ustedes, los jóvenes, sólo viven de ilusiones”. Alberto mantiene los dos, el recuerdo y la ilusión. Ahora, dice, quiere seguir esculpiendo las pirámides de Egipto.

“En la próxima visita me trae un paquetito ¿sí? Es lo único malo que tengo ahora, el cigarrito…” Don Alberto se despide con un abrazo y se queda allí, de pie, más alto que su casa, entre la vegetación y su planeta de baobabs. “Cuidado con los coches, hay muchos”, dice.  A lo lejos se ve una aureola de humo y a un hombre que fuma y siente consumirse la hoja del tabaco en una cima donde, lentamente, pasa la vida.

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